Todos somos de Linares
Hace algunos años, tomé un café con un señor en San Miguel de Reinante, una pequeña parroquia de la Mariña Lucense. Estaba solo. Él también y, después de entablar una conversación circunstancial —a cuanto del clima de los últimos días, mayoritariamente lluvioso—, me invitó a su mesa. Sin más preámbulo, me dijo que Barcelona era una de las ciudades más españolas del mundo, ese término usó: el mundo. “Aquí ya ves, todos somos gallegos, menos tú”. Me contó que había vivido 17 años largos en distintas poblaciones de Cataluña y Aragón —Tarragona, Calatayud, Barbastro, Fraga, La Seu d’Urgell, Figueres, Blanes, Girona, Olot—, pero sobre todo en Barcelona, y que allí nunca había dejado de ser el gallego. “Ojo, que aquí tampoco. Aquí ni siquiera he conseguido ser el catalán. Aquí todos somos gallegos, menos tú”, insistió. Intenté darle la vuelta a su argumento, escabullirme de ese bucle y explicarle que tal vez, desde ese punto de vista, San Miguel de Reinante era la ciudad más gallega del mundo. “No te enteras —me respondió con buen tono, sin altanería de ninguna clase, con guasa—, Galicia acaba en el Bierzo y a partir de ahí todo es Barcelona, Madrid, Nueva York, Manchester, Nueva Orleans o Pekín: el mundo”.
Llevaba razón: no me enteraba; me estaba cerrando en banda, aferrándome al significado estricto de sus palabras y, de esa manera tan torpe, reduciendo al milímetro la maravillosa amplitud de miras. En Jaén también pasa: aquí todos somos jiennenses, menos tú; y todos somos segureños, menos tú; y todos somos ubetenses, menos tú; y baezanos, menos tú, y marteños, menos tú; e iliturgitanos, menos tú; y bañuscos, menos tú. Tal vez, por sus extensas historias mineras y metalúrgicas y la inmigración que éstas conllevaron, de esa telaraña solo se escape Linares. Que no solo se parece a Madrid en el cielo y en su temperatura, que también comparte con la capital el espumoso abrigo con el que recibe a los forasteros que deciden arribar en ellas.
Si no me falla la memoria, los padres de mi amigo Pedro Gascón llegaron a Linares desde Santisteban del Puerto; el de mi amigo Mariano Chinchillas, del Hornillo, una pequeña aldea situada junto a Arenas de Sampedro, Ávila; los de mi compañero y amigo Javier Esturillo, de Dúrcal, Granada; los de mi amiga Jose Cabezas, de Baeza; los de mi añorado vecino David Casado Florenzano —y los de sus hermanos Rafa, Maricruz, Ñoño y Raúl— de Córdoba y La Mancha; y los míos, de Baeza y Úbeda. Y no he tenido que emplearme en rebuscar —como en la aceituna—, prometido; me limito a señalar a los que primero se me han venido a la cabeza, a aquellos con los que jugaba a ser mayor corriendo por la era del barrio o por el patio del colegio, con los que bebía a morro encaramado al respaldar de los bancos de la Plaza de Colón y a la protagonista del primer beso que recuerdo. Desde su mundo, desde sus distintos mundos, en Linares nos parieron, nos criaron y, sobre todo, nos hicieron de Linares, del Linares que a ellos, en su dorada juventud, les permitió enderezar el camino.
Ahora vivo en un pueblo en el que, quien más, quien menos, me tiene cierta estima; algunos —demasiados para lo que merezco—, incluso mucha y la demuestran a diario y de la mejor forma: ejemplarizando aquello de que “Obras son amores y no buenas razones”. Pero sin que se me olvide que provengo de otro sitio y que cuando hayan transcurrido lustros, infinidad de decenios, todos los que tenga a bien el Señor prestarme, seguiré siendo eso, de otro sitio o “Especie invasora”
—como nos autodenominamos mi amigo Benito de la Torre y yo en broma—. Y a mí, que no me importa, porque puedo llegar a comprenderlo y porque, a su vez, conforma un hecho que, sobre todo, no me permite olvidarme que soy de Linares, no deja de llamarme la atención que nos afanemos en pleitear si los ochíos tienen su origen en Úbeda, en Baeza o en Sabiote, en lugar de sumar lo mejor de cada receta y compartir y celebrar su omnipresencia con un buen chato de vino.