Punk’s Not Dead
No sé si todas las nubes acaban descargando o si algunas, a fuerza de ir dejando un pequeño rastro, terminan diluyéndose por completo, sin revertirse antes en una sola gota de lluvia. La vida de muchos de nosotros se parece bastante a esto: un arranque meteórico —debido a una repentina palmada en el culo— que, al poco, comienza a descender hasta condenarnos a una anodina velocidad de crucero que, lejos de conducirnos a alguna parte, se transforma en una suerte de cinta de correr que, casi siempre demasiado pronto, se detiene en seco. Estaría bien saber dónde van esos millones de kilómetros, si con nuestro trote favorecemos, al menos, el viaje de otros y, sobre todo, si esos otros aprenden a no seguir nuestro ejemplo, a sustituir la repentina palmada en el culo por un concienzudo y enérgico puntapié.
Nos sorprende que se empecinen en ser distintos, nos esforzamos por conocer los motivos, las razones y, una vez que creemos tenerlas localizadas —con una condescendencia sin parangón, estúpida y raquítica—, juramos entenderlas porque se asemejan a las que a nosotros —en su momento— nos convidaron a convertirnos en lo que ahora estimamos que somos. Decimos que principalmente se debe a esa tendencia pueril de remar a la contra, a lo que antaño denominábamos “punk”, como si entonces todas y todos hubiésemos peinado crestas de colores y llevado imperdibles en las orejas, como si todas y todos ya hubiéramos ido y ya estuviéramos de vuelta; sin ocuparnos en enfrentar su presente con nuestro pasado, con la misma profundidad que cualquier canción de verano.
No se trata de que cualquier tiempo pasado haya sido mejor. Los que hoy calzamos cincuenta o sesenta años disponemos de un inmejorable ejemplo en nuestras casas, unas casas que —por cierto—, en numerosas ocasiones y de la manera que sea, obedecen al esfuerzo primigenio de nuestros padres; y unas casas de las que ahora —en contraposición— no pueden marcharse nuestros hijos, porque el conjunto de su trabajo y del nuestro da, como mucho, para una habitación en un piso compartido. Pese a que su formación académica sobrepase con creces a la que nosotros recibimos y puedan expresar semejante frustración en varios idiomas.
Por no hablar de las alternativas que les ofrecemos: tertulias televisivas y radiofónicas en las que sus protagonistas, en lugar de ejercer el análisis y servirse de la información, se comportan como auténticos forofos y que, para colmo, tienen la desfachatez de acusar al respetable de acudir a las redes sociales o a otros canales en busca de la verdad que ellos no revelan o que maquillan, según sus conveniencias; y políticos mediocres y sin más horizonte que el del juicio a sus adversarios, como si una mancha más grande bastara para invisibilizar a otra más pequeña, como si las soluciones a nuestros problemas radicaran en el tamaño de los respectivos insultos que se profieren. En resumidas cuentas, como si fuéramos —básicamente— gilipollas, muy gilipollas.
¿Justifica lo anterior el voto a los extremos? En mi opinión, nunca. Porque dichos extremos —sin excepción— actúan siempre como el “al fondo, a la derecha” de los bares: un lugar en el que se mea, se caga y, no en pocas ocasiones, se termina echando la pota; y porque cualquier sociedad avanzada que se precie ha de sustentarse en la suma de variopintos pareceres y no en la exclusión de la mayoría.
En realidad, tampoco sé si las nubes se vacían por entero, si mueren después de soltar cientos de litros o si, un instante antes y con el ánimo de conformar nuevas borrascas, tienen la precaución de asirse al pequeño rastro que van dejando otras nubes. Sé que nuestro futuro depende de ellas y que, pese a esto, en las calles los días de lluvia abundan los paraguas y las capuchas. Y que no existe otra imagen más evocadora y hermosa que la de un niño o una niña rebelándose contra una madre —o un padre— que, sin ninguna explicación que lo justifique, le reclama encarecidamente que no pise los charcos.