Piénsatelo dos veces
Hay gente que se pasa la vida con el recogedor y la escoba entre las manos, esperando a que algo se rompa. Da lo mismo qué: un cenicero, una copa, un bote de mercromina, el lindo corazón que estaba curando; cualquier asunto-cosa les sirve, incluso aquellos que se encuentran en proceso de reparación o los que, sorpresivamente, sobreviven a una caída. Gente que también se cae, claro —como todos y todas—, y que se rompe y que no siempre puede incorporarse sin ayuda. Gente maliciosa o aburrida o gente maliciosa y aburrida y muy capaz de opinar sobre lo que no sabe, sobre lo que no entiende, sobre lo que no le importa y solo por el mero placer de inventar o de proyectar un oscuro deseo en el que —como todos los de esa índole— reina a sus anchas la mala baba, la mala sombra, la mala hostia.
Te la puedes encontrar en la cola del súper o en la sala de espera del dentista, porque les falta detergente o suavizante para la ropa o porque les duele una muela; pero también asoman sin atisbo de lógica, porque pasaban por allí o porque han olido la carroña. A veces, ni siquiera precisan detenerse a tratar de comprender qué está ocurriendo: ven sangre saliendo de una nariz y, sin ninguna explicación que venga a ofrecer sentido, se afanan en que ésta alcance cuanto antes una camisa. ¿A qué semejante estrépito, semejante estupidez, semejante majadería? A su condición maliciosa o aburrida o maliciosa y aburrida, sin más. Como la gravedad que condujo al suelo a la manzana de Isaac Newton y, sobre todo, como si desde entonces todas las manzanas del mundo hubiesen impactado fuertemente en sus cabezas.
No obstante, de un tiempo a esta parte es en las redes sociales donde más prolifera –o se prodiga esta gente—. Tal vez se deba a que ningún otro sitio les procura tamaña omnipresencia, la magnánima oportunidad de asemejarse a un Dios que no ha de emplearse en separar los mares ni en multiplicar los panes y los peces, que le basta y le sobra con despotricar sobre unos y otros con la escuálida intención de pasar a una historia en la que, al contrario de lo que puede suceder en los bares —y en las oficinas—, a Lázaro, a todos los Lázaros, se les coarta de la libertad de levantarse, de andar y de propinar una buena hostia.
No es nuevo esto, claro: antes —quizá también ahora— nos incorporábamos para manifestar nuestra suma indignación frente a un televisor por el que un tipo o una tipa no se dirigía a nosotros exclusivamente aunque, por momentos, nuestra vehemente interpelación se abriera a dar a entender eso. Pero la cosa —por más grande que ésta fuera— se quedaba ahí: con nuestra pareja y nuestros hijos —por lo general en silencio para no incrementar ni fomentar la absurdísima tensión— tomando conciencia de nuestra generosa gilipollez. Y, de alguna manera, se podría decir que nos convertíamos en los tontos de la casa y en claros candidatos a convertirnos en los tontos del pueblo. Pueblos, por otra parte, en los que había y hay eso: un tonto, dos tontos, tres tontos, cuatro tontos, cinco tontos a lo sumo. Y pueblos con un principio y un final perfectamente delimitados, límites que —lejos de venir a restringir— nos permitían viajar a otro pueblo aledaño en el que, si la visita era corta, la precisa, y no abríamos en exceso la bocaza, podíamos pasar por un tío o tía lista o, cuando menos, normal.
En resumidas cuentas: internet ha internacionalizado —y democratizado— la estupidez; y es algo sobre lo que no nos advierten cuando, por escasos quince euros, contratamos tropecientos gigas con su Netflix, su HBO, su Disney Plus, su Amazon Prime y su Spotify. Y tal vez bastaría con un simple cartel informativo que irrumpiera cada vez que se ilumina una pantalla en cualquier parte del mundo, incluso después de cada presión ejercida sobre un “enter” o “intro”; un cartel que nos obligara a clicar de nuevo ese botón y a hacerlo tras una espaciosa pausa; un cartel que rezara: “Piénsatelo dos veces, gilipollas”.