Pájaros de Gaza

    07 oct 2025 / 08:28 H.
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    No se entiende que los aviones rompan la barrera del sonido y asusten a los pájaros. Pero en la sierra que habito, de vez en cuando, ocurre. Y los ves volar —a los aviones, que no son pájaros de hierro, que no son pájaros— como si solo les moviera el ansia de desnutrir la paz y el silencio que suelen imperar en el territorio. Según las noticias que nos llegan, hacen prácticas de guerra, entrenan para cuando una circunstancia bélica les obligue a planear cerca del suelo en el que se esté librando la batalla y, de esa manera, ampliar sus opciones de alcanzar sus objetivos: ¡Boom! ¡Boom! ¡Boom!

    Me pregunto cómo lo llevarán los pájaros gazatíes, si se habrán terminado acostumbrando al ruido ensordecedor y a la muerte que generan esos aparatos con los que han de compartir el cielo o si se habrán servido de la libertad que les confieren sus alas para huir a otra tierra más amable y, en tal caso, cómo de profundo y de reparador será el sueño de esas malditas personas que, en aras de una victoria imposible, auspician hasta la expulsión del Espíritu Santo —de aquella paloma blanca—, ordenando a sus malditos aviones que no cesen de ampliar sus opciones de alcanzar sus objetivos: ¡Boom! ¡Boom! ¡Boom!

    No puede estar Dios contento. Al menos, el Dios en el que yo no creo, pero en el que me gustaría creer porque, en sí mismos, sus principales preceptos no entrañan nada malo: solidaridad, justicia, igualdad, hermanamiento, amor al prójimo. ¿A quién, en su sano juicio, pueden disgustarle cualquiera de estos propósitos? Son buenos, provengan de donde provengan y, si se cumplieran mínimamente, ningún pájaro volvería a sentir miedo por el ruido ensordecedor que originan los aviones que surcan los cielos en busca de sus objetivos: ¡Boom! ¡Boom! ¡Boom!

    Dada la inmensa envergadura del asunto —y dando por buena su existencia—, tampoco se entiende la parsimonia con la que Dios se lo está tomando. Tal vez se deba a que sea también europeo, de algún barrio céntrico de Bruselas y a que, durante sus paseos vespertinos, a fuerza de coincidir con los europarlamentarios que, hasta la fecha, han decidido emplear la libertad que les confieren los distintos gobiernos sin guerra a los que representan para taparse los oídos y no escuchar el ensordecedor ruido que asustan a los pájaros gazatíes, haya terminado convenciéndose de que no hay mejor postura que esa. Tal vez. O que, simple y llanamente, la inoperancia del Todopoderoso frente al horror-masacre-genocidio se deba a que su afamada omnipresencia no sea más que un mito y a que, por la ausencia de un Espíritu Santo en el cielo de Gaza —sobre el terreno, sobre los malditos aviones y sobre los malditos ¡Boom! ¡Boom! ¡Boom!—, no esté al tanto de lo que allí está sucediendo. Tal vez.

    Pero basta ya de mentar a Dios en vano. Sea como fuere, la culpa, toda la culpa, la gran culpa del miedo que atraviesa a los pájaros gazatíes, recae únicamente en Netanyahu y en la pasividad manifiesta del resto de mandatarios occidentales que, por alguna razón que se nos escapa —quizá por la misma que vocifera con total desvergüenza el presidente Trump—, se resisten a contemplar el absoluto arrinconamiento diplomático y comercial de Israel y optan, una vez más —como casi siempre—, por desoír a sus pueblos, a sus votantes, y maniobrar sin la más mínima misericordia.

    Llegados a este punto, me pregunto —también— cómo será mirar hacia arriba y no ver pájaros volando, qué clase de esperanza podrá levantarse cuando la paz y el silencio vuelvan a abrirse paso en Palestina y si será posible poner el contador a cero, recalar mágicamente en aquellos versos de Luis Cernuda: Donde penas y dichas no sean más que nombres, / cielo y tierra nativos en torno a un recuerdo; / donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo, / disuelto en la niebla, ausencia, / ausencia leve como carne de niño. / Allá, allá lejos; / donde habita el olvido.

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