El temperamento de las flores

    23 dic 2025 / 09:02 H.
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    Manuel espera a que llegue la primavera y, como permanecer al cuidado de la lumbre se le antoja una suerte de esclavitud, lo hace con un simple brasero que, con solo presionar un interruptor o tirar de un cable, le permite poder asomarse despreocupado a ver si esta última cabezada lo ha dejado en pleno mes de abril. Es el primer año que lo veo adelantar la poda de los rosales. Y no se debe a que las temperaturas ya no sean como las de antes: se aburre, las horas en el sillón frente al televisor se le atragantan, necesita cansarse, sumar propósitos que vengan a engordar la idea de meterse en la cama y aguantar en ella hasta que otro día se abra. Aquí los inviernos se asemejan a la boca de un lobo: los cielos encapotados suelen emparejarse a un fuerte viento; y cuando amanece despejado, el frío cae a plomo, no falla. Sin un motivo por el que poner un pie en la calle, se impone la imagen idílica de la silla de anea frente a la chimenea: quemar un tronco tras otro, asar una patata, un trozo de carne, unos pimientos, como si siempre fuera sábado y el horizonte del domingo por la tarde, un completo imposible. A priori, una de las principales razones por las que jugamos a la lotería. Hasta que te toca y te descubres como Manuel no quiere: empachado y arrimando al fondo las ascuas para que el mundo no arda.

    Esta tarde, apoyado en el portón de una cochera que asegura sentir caliente en su espalda por los tibios rayos de sol, se retrotrae a otros tiempos en los que trabajar a la intemperie se erigía casi en la única opción y, tal vez porque sabe que no volverán, la pena no asoma. Entonces los jardines apenas suponían el 0,01% de sus obligaciones; ¿qué importaban cuando la nieve se acumulaba en las calzadas, cuando el agua no llegaba a las casas, cuando urgía ayudar a terminar esa obra que llevaba más de una semana interrumpiendo el tráfico o cuando tocaba adecentar el matadero tras el sacrificio de los animales? Es curioso el baremo de lo importante: lo atiborramos de lógica, de una lógica que, por esa estúpida manía de confundir lo preciso con lo importante, tiende a situar en la cola lo que más nos importa. Y claro que es preciso que las calles estén despejadas por si algo pasa, por si alguien, que miraba una flor, se desploma y necesita atención urgente. Pero sin desatender a la flor que nos concede la ocasión de derrumbarnos por un asunto distinto al de pagar el recibo de la luz o la letra del coche.

    A Dios gracias, para esas flores Manuel siempre encontró un momento. Es verdad que, muchas veces, fuera de su horario laboral, cuando ya no cobraba por ello. Pero, afortunadamente, ese trabajo que repercutía —y que repercute, porque su jubilación, en lo que respecta a los jardines, no entiende de edad, sino de salud— en el bienestar de todo un pueblo, para él se transformaba en su partida de cartas o en su liga en el bar, en compañía de algunos amigos o compañeros. Me explica que, a estas alturas del año, conviene que se sucedan las heladas y los nevazos para que los almendros no se adelanten, y que su oficio, en realidad, no entraña ningún secreto, porque basta con mirar las plantas para comprender lo que demandan.

    El trasiego de estudiantes en la biblioteca nos permite, de cuando en cuando, escuchar hablar al profesor de inglés que cada tarde ofrece allí clases de refuerzo. Ninguno de los dos entendemos lo que dice, aunque yo disimulo mejor que Manuel y, al pronto, he de enfrentarme a su inesperada pregunta: “¿Cómo se dice ecología en inglés? ¿Tú lo sabes?” “Ecology —le respondo muy serio—, por lo general, Manuel, con sustituir las terminaciones de nuestras palabras por una gy, acertamos”. Se ríe, me río. Y atendiendo a su amor propio, en lugar de pedirle que se meta en casa, que se guarde del frío, dejo a medias el cigarrillo que me estaba fumando y, con ese pretexto: el frío y la noche que ya campan a sus anchas en Santiago, me despido de él hasta mañana.

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