Cagadas de paloma

    21 oct 2025 / 08:25 H.
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    Las gallinas ponen huevos, los gatos cazan ratones y Fulgencio vigila que nada se eche a perder en el “piazo”. Con esa productividad indiscutible me siento cada mañana a escribir. Los animales se limitan a esquivar mi presencia, pero para Fulgencio, probablemente, soy un presente desaprovechado o un tipo al que la vida todavía no le ha requerido grandes esfuerzos.

    Ayer lo escuché hablar con Aquilino de la Unión Europea. Explícitamente, no decían nada malo. Tampoco nada bueno. Decían que ese mundo se ensancha en la misma proporción en la que este se encoge y que en las fotografías que recogen las sueltas de palomas nunca aparecen ni una sola cagarruta. Pertenecen a generaciones distintas. Cuando el primero se hacía cargo casi por entero del sustento de su familia, el segundo aún no había nacido. Sin embargo, comparten el cien por cien de la desubicación en la que los sitúa el fuerte empuje del tiempo que no descansa.

    Ni luz ni agua corriente en las casas en las que sus madres los parieron, ni la posibilidad —ya no obligación— de acudir al colegio. El juguete de la responsabilidad del ganado y del trabajo de la tierra, varios años antes de que el primer grano de acné los situara en la adolescencia, y la expansión de un horizonte en el que lo de ser pobre se llevaba en la sangre, como la realeza. Pese a todo, ninguno parece cansado de la tarea de vivir; prueba de ello es que ambos piensan en la próxima cosecha. Cuando algunas tardes me uno a su conversación, suelen retrotraerse hasta una autenticidad que ya solo respira en sus seseras: oficios extraviados y el puñado de costumbres que perduran con la única intención de celebrar que ya no se realizan por mera necesidad. Son, junto a Francisco y Dolores, el último bastión de una promesa cuyo cumplimiento está sujeto a la subjetividad: vivir mejor que nuestros antecesores.

    Todos los hijos de Dolores y Francisco viven fuera del pueblo. Todos, en mayor o menor medida, se han formado para mantenerse lejos de la digna miseria que describen sus padres. Todos —sin excepción— han podido comprarse un piso y un coche y todos podrían comprarse otro piso y otro coche si sobre ellos no sobrevolara la honda presión de guardar para cuando sus propios hijos terminen de formarse y recalen en un mercado laboral que, con suerte, paga lo justo para no tener que compartir habitación en un piso compartido.

    Antonio, Mari y Dori, los tres vástagos de Fulgencio y Javiera, también han prosperado, a pesar de que les cueste asumir esa sensación por haberlo hecho sin salir del pueblo —como si la verdadera prosperidad solo se encontrara a cientos de kilómetros y en poblaciones más grandes—. Se han criado con luz y con agua corriente en el interior de su casa, fueron al colegio, ahora trabajan en el monte y en el cuidado de los mayores —junto a la ganadería, casi las únicas alternativas de subsistencia en estos lares— y si quisieran podrían comprarse un coche mejor y una vivienda en una localidad más importante —cabecera de comarca—, para contar, al menos, con la opción de huir de ese miedo a quedarse completamente solos en la aldea, cuando los años les impidan valerse por sí mismos.

    Como sus nietos todavía juegan con una pelota y a construir muñecos de nieve —cuando sus visitas de fin de semana o vacaciones coinciden con una nevada—, Francisco y Dolores se sienten satisfechos, aunque su propósito llevara intrínseca la particularidad de envejecer solos; e incluso, en la medida de sus posibilidades, continúan trabajando en aras de un tiempo que ya no verán. Fulgencio, que sigue haciendo de vientre en el campo y rigiéndose por la luz del día sospecha que, cuando sus hijos ya no puedan valerse por sí mismos, la Unión Europea habrá adquirido un tamaño tan considerable que la oscuridad habrá acabado de imponerse en todos estos pueblos en los que siempre, siempre, siempre se terminan cagando las palomas.

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