Villacarrillo: Donde las profundidades se disuelven con las alturas
Primera entrega del serial estival “Ciudades con duende” dedicada a la riqueza natural y cultural del municipio de la comarca de Las Villas
Me fascinan esas nubes, tan propias de este mes de julio, que se van disgregando hasta resolverse en una suerte de pequeño salpicón sobre el cielo azul. Supongo que conforma un imposible, pero me gusta pensar que han sobrevivido a una borrasca, creyendo que esa era su obligación, y que ahora, a sabiendas de que la lluvia que arrastran es ínfima —otro imposible—, se afanan en camuflarse, mientras esperan la llegada de las tormentas de mediados de agosto. Esta clase de cosas ocurren, lo de los polos, ya saben; y para muestra, el botón de Villacarrillo: cuna provincial de la exploración de las cavidades subterráneas, a partir del ímprobo trabajo de su Grupo de Espeleología, capitaneado por Toni Pérez y, a la vez, punta de lanza internacional en lo referente a los vuelos aéreos no tripulados, a través del Centro Atlas. Resumiendo: Seres humanos adentrándose en las profundidades de la tierra para seguir recabando información sobre el principio de nuestro principio, y seres humanos empleándose en acelerar un futuro que compartirá espacio con esas nubes que se van disgregando hasta resolverse en una suerte de pequeño salpicón.
La mejor persona que conozco vive en Villacarrillo. Creo que nunca ha volado y dudo mucho que haya hundido sus pies más allá del lecho fluvial por el que discurre el río Madera a la altura de Los Prados de la Presa. Se llama Rocío Ruiz Garvi y la saco a colación con el único propósito de evitar que se cuele antes Andrés de Vandelvira; y no porque nuestro más ilustre arquitecto no lo merezca —tan necio no soy—, lo hago simplemente porque de éste ya se ha escrito mucho y bien y de ella muy poco. Fue presidenta de la Asociación contra el Cáncer, presidenta de Cáritas, presidenta del Club Social de Villacarrillo y sigue siendo, sobre todo, la madre de los escasos moradores que todavía resisten en las profundidades de la Sierra de Segura. Esto último tiene su gracia: un río, el Madera que mentaba con anterioridad, unido al entusiasmo por la pesca de Pepe Ballesteros, marido de Rocío, propiciaron que, cada verano —desde hace más de cuarenta años—, se la birlemos a la hermosísima Sierra de las Villas.
Algo similar sucede en el ámbito cultural de Villacarrillo: desde otros rincones de la provincia, se tiende a resumir esta faceta en la figura del magnífico actor y director Chema del Barco; y ojo, bien merecido lo tiene, desde el mítico e inolvidable Agustín González no contábamos en nuestro territorio con tan alto representante en el séptimo arte patrio. Pero, de esta manera, nos olvidamos de lo pequeño y, sin embargo, sustancial: la fervorosa afición por el teatro que reina en la ciudad desde tiempos inmemoriales y que se traduce, año tras año, en su fantástico Festival de Otoño; o de la labor inconmensurable del gran Manu Jiménez —su gestor cultural—, que no sabe estarse quieto: que si la Primavera Literaria, que si Los Jueves de la Villa, o —su penúltima ocurrencia— el Festival de Magia Villacadabra; o de su Biblioteca Municipal “Francisco Tudela” —probablemente, una de las más hermosas de toda la provincia—, con María Dolores Martínez Segovia a la cabeza.
Más de medio artículo y todavía no he nombrado la celebración del Corpus Christi villacarrillense, que fue declarado en 2021 Bien de Interés Cultural por la Junta de Andalucía; ni de su Semana Santa, ni de sus —recuperados y visitables— refugios antiaéreos, construidos en 1937 bajo la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción. Más de medio artículo y el bueno de Andrés de Vandelvira —pese a ser uno de los principales culpables de que un paseo por el municipio difícilmente encuentre parangón— ha salido a la palestra como un mero figurante; casi seiscientas palabras y todavía ni una de ellas dedicada al pasado íbero, romano y musulmán del municipio, ni a su calle Feria, ¡ni a sus bares, qué lugares! Y lo peor es que todavía no he mencionado a mi querido amigo Santos López Palomares —obligación debida—, que es mi Abraham Lincoln en esta Andalucía fronteriza, genuina, diferente, mi Mohammad Ali, mi Presley, mi Che y hasta mi Taylor Swift.
Pese a situarse en la Campiña, Villacarrillo constituye, junto a Villanueva del Arzobispo, Iznatoraf y Sorihuela del Guadalimar, la Sierra de las Cuatro Villas, y forma parte del Parque Natural de las Sierras de Cazorla, Segura y las Villas. Alberga la cooperativa de aceite más grande del mundo: El Pilar; y en Mogón, uno de los cinco núcleos de población que comprende el municipio, se halla una playa natural que ya la quisiera para sí Fuengirola, con las cristalinas aguas del Aguascebas, pocos metros antes de fundirse con la del Guadalquivir, como protagonistas. En la actualidad, con la anhelada y sempiternamente inacabada A-32 que, en un futuro aún más lejano que los aerotaxis en los que trabajan en el Centro Atlas, unirá Linares con Albacete, Villacarrillo se queda a desmano. Permítanme que les dé un consejo: hagan como yo, busquen a una Rocío Ruiz Garvi, a un Santos López Palomares, a un Paco Romero, a una Mari Paz Ortega, a un Toni Pérez, a un Manu Jiménez o a una María Dolores Martínez Segovia, abandonen toda prisa y, ahora sí, déjense embaucar por el embrujo con el que, a pesar de los siglos de los siglos, Andrés de Vandelvira sigue inoculando cada rincón de Villacarrillo.