Una historia marcada en fuego en los bosques jiennenses

Repaso a 25 años de incendios forestales que han sacudido la provincia

21 jul 2025 / 16:30 H.
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Jaén es considerada una tierra preciosa llena de parajes naturales, pero estos se resienten cuando llega el verano y las altas temperaturas dan lugar a la destrucción y a ocasionar numerosos incendios devastadores en la provincia que todavía siguen en el recuerdo de todos los jiennenses. El más recordado, el ocurrido en la tarde del domingo del 5 de julio en el 2015, informa José García Armijo. Los rayos producidos por una tormenta seca atravesaron un cielo reseco y explotaron contra las faldas de la Cruz del Muchacho. Las llamas, tímidas al inicio, crecieron durante la noche hasta formar una devastación que escapó de manos humanas. El fuego dormido volvió a despertar, feroz, al segundo día, avivado por vientos traicioneros. Nadie sospechó entonces que esa chispa de verano se transformaría en uno de los mayores desastres ambientales del siglo en España. Durante más de tres semanas, el incendio arrasó casi diez mil hectáreas de vegetación, devorando pinares, olivares y pastos. El suelo, desnudo, quedó expuesto al sol implacable del verano.

Aquel fuego voraz en Quesada trascendió los límites del municipio, extendiéndose a Huesa, Larva y Cabra del Santo Cristo. Las llamas, imparables, dejaron cicatrices negras que, aún años después, se distinguían claramente desde las alturas, como heridas abiertas en la tierra. Desde todos los rincones del sur llegaron refuerzos, formando un ejército de más de ochocientas personas. Combatieron durante semanas, en una batalla desigual contra el calor asfixiante y un terreno abrupto que favorecía el avance del incendio. Las aldeas cercanas vieron cómo el horizonte se teñía de rojo y cómo las cenizas caían silenciosas, cubriendo sus calles. Veintinueve personas, habitantes de pequeñas pedanías, fueron evacuadas en medio del pánico contenido para dejar atrás viviendas que, afortunadamente, el fuego respetó.

Años antes, en 2004, el municipio ya conoció la crueldad de las llamas. Fue un día de agosto, bajo una ola de calor extrema, cuando el paraje conocido como Las Minillas ardió sin tregua. Casi ocho mil hectáreas quedaron reducidas a polvo y cenizas en solo dos días. El fuego arrasó silencioso, avanzando por montes solitarios y agrestes para tocar suavemente las puertas del Parque Natural de Despeñaperros. El humo negro cubrió la comarca durante días, una cortina fúnebre que anticipaba la magnitud del desastre. Un año después, en 2005, la Sierra de Las Villas se enfrentó a otro desafío monumental. Veintiún focos simultáneos brotaron tras una tormenta eléctrica, quemando cinco mil hectáreas de pinares y matorral. Durante cuatro días, las llamas bailaron sobre las cumbres, desafiando a quienes intentaban contenerlas. En aquel incendio, cerca de mil personas fueron evacuadas de Coto Ríos y sus alrededores. Sus ojos reflejaban la angustia de quien abandona todo sin la certeza del regreso. Finalmente, las viviendas quedaron intactas, pero los bosques ardieron dejando una huella imborrable.

Los incendios en estos montes siguieron sucediéndose con una periodicidad cruel. En agosto de 2001, Arroyo Frío vivió un incendio que, aunque menor en extensión, devastó una zona emblemática del Parque Natural de Cazorla, Segura y Las Villas. Ocho centenares de hectáreas ardieron aquella vez, dejando vacíos hoteles y campings repletos de turistas muy asustados. Las llamas se originaron cerca de una vieja estación eléctrica abandonada. Los habitantes murmuraban sobre la posibilidad de que fuese intencionado, mientras veían impotentes cómo las pérdidas económicas se sumaban a la tragedia ambiental. Y años después, en agosto de 2024, la Sierra de Andújar volvió a estremecerse ante el fuego. Quinientas personas fueron evacuadas de sus hogares cuando el viento sopló el incendio hacia las casas rurales dispersas por la sierra. Aquel fuego, aunque menor en extensión, recordó de nuevo la fragilidad de la convivencia entre el hombre y la naturaleza. El paisaje afectado tardará décadas en sanar. Los cortafuegos, barreras creadas por el hombre, lograron esta vez proteger las viviendas. Pero nadie puede olvidar las llamas acercándose peligrosamente en medio de la noche, devorando olivos, viñedos y sueños.

En 2022, Jódar vio cómo un incendio amenazó con penetrar en el Parque Natural de Sierra Mágina. La rapidez y eficacia del operativo evitaron males mayores, pero seiscientas hectáreas fueron consumidas, dibujando otro mapa oscuro sobre las laderas del municipio. Aquí, los pinares ardían como cerillas gigantes, con explosiones continuas que diseminaban ascuas y complicaban el trabajo de los equipos de extinción. Las investigaciones posteriores apuntaron de nuevo a causas naturales, pero eso no calmó la inquietud de los vecinos, acostumbrados ya al ciclo destructivo del fuego. En 2020, el Puerto de Tíscar volvió a experimentar el pánico del fuego. Solo habían transcurrido cinco años desde el gran incendio de Quesada cuando otro rayo encendió el cerro. Esta vez, afortunadamente, el fuego solo consumió ciento cincuenta y siete hectáreas, gracias al despliegue inmediato de los equipos de extinción. La historia reciente de esta provincia parece escrita en humo y ceniza en la que cada incendio es un recordatorio sombrío de la fragilidad de los bosques y la urgente prevención y respeto por el mismo.

La trampa del verano: calor, rayos y abandono, el cóctel perfecto para la producción de incendios

Los incendios que arrasaron miles de hectáreas en la provincia de Jaén durante las últimas décadas no solo fueron provocados por la mala suerte. Más allá del rayo que cae sobre un cerro seco, hay patrones repetidos, factores previsibles y una realidad que agrava el riesgo: el abandono de los montes, la falta de limpieza forestal y el cambio climático como telón de fondo. Desde Infoca y diversos organismos ambientales se señala una posible causa clara: la acumulación de biomasa sin control. Pinares densos, matorral seco, caminos forestales invadidos por la maleza. Todo ello se convierte en material inflamable cuando sube la temperatura. En zonas donde ya no se cultiva ni se pastorea, el monte crece sin control, para crear un almacén natural para el fuego.

La meteorología cambió. Los veranos son más largos, más secos, más extremos. Las tormentas secas, como las que iniciaron los incendios de Quesada (2015) o Las Villas (2005), son cada vez más frecuentes. Y con ellas llegan los rayos sin agua, que prenden el monte como si fuera pólvora. Según el INE, las estadísticas confirman que los incendios de origen natural aumentaron en la última década, lo que pone en jaque la capacidad de anticipación. Pero el clima no lo explica todo. Otro factor decisivo es la despoblación. Muchas de las zonas afectadas por grandes incendios, como Aldeaquemada, Arroyo Frío o Torres de Albanchez, están perdiendo habitantes. Con menos personas en el entorno, hay menos manos que limpien los campos, menos ganadería extensiva que reduzca el combustible vegetal, y menos vigilancia humana que detecte un fuego en sus primeras fases.

A ello se suma la complejidad del terreno. Jaén es una provincia montañosa, con sierras abruptas donde los medios terrestres tardan en llegar y los aéreos dependen de condiciones favorables. La combinación de orografía complicada y vientos cambiantes, como ocurrió en Andújar (2024), dificulta el control de cualquier incendio, por pequeño que sea al inicio. Porque los incendios no son solo el resultado de un accidente puntual. Son la consecuencia de un desequilibrio. Y si no se corrige, el paisaje puede convertirse en recuerdo.

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