Torredelcampo: un municipio que es idóneo para el absoluto descanso
Nueva entrega del serial estival “Ciudades con duende”, enfocada en la capital provincial de los despertadores
La mala fama de los despertadores está emparentada con la que recibía Robin Hood de los cortesanos. Dormir es un ejercicio placentero, preciso, tan indiscutible como la protección de nuestros caminos y propiedades del asalto de los malhechores. Pero apostarlo todo al descanso y a los sueños que siempre terminan resolviéndose en meros sueños envilecen al resto de estímulos que no se nutren del azar, lo mismo que esas leyes que se dictan para quebrantar el precepto natural de perseguir un mundo más justo. Sin ninguna estadística que venga a darme la razón, me atrevo a aseverar que Torredelcampo es la capital provincial de los despertadores: suenan, a primerísima hora de la mañana, y el municipio –en buena medida– se vacía en favor de otro municipio, como si diariamente quisieran recrear el éxodo que inmortalizó –en forma de canción– su hijo más ilustre: Juanito Valderrama. ¿Guarda relación esta circunstancia –la de ser ciudad dormitorio de Jaén– con el hecho de que su curva demográfica sea de las pocas que no dibujan una triste uve inversa? Con plena seguridad. Así que benditos sean aquellos que optan por recorrer 11 kilómetros para despachar sus obligaciones laborales y regresar a Torredelcampo para disfrutar del merecido descanso.
Precisamente, allí donde el descanso ya no encuentra marcha atrás: el cementerio, tiene Juanito Valderrama una estatua construida por el escultor José Galiano. Y en la Casa de la Villa, un pequeño museo con objetos personales, galardones y demás detalles, que su familia decidió donar y que constituyen un fantástico repaso de su trayectoria vital y artística. Una calle, una peña y, sobre todo, un festival flamenco con su nombre que, anualmente, reúne a lo más granado del cante y la guitarra, completan el reconocimiento al cantaor de sus vecinos. Otra peña, “El Círculo Recreativo”, nos conduce a Antero Jiménez Sánchez, un profesor y poeta que, años antes de la guerra civil, participa en la fundación de este lugar de encuentro, con el objetivo de atenuar el hastío y que, todavía hoy, se erige en uno de los bálsamos culturales torrecampeños. Un hombre –para que se hagan cargo de su talla– que propone a los arquitectos que no se ciñan a construir dormitorios, comedores, salones y cocinas, que dejen espacio también para lo que él denomina “El Llorarero”, un habitáculo pequeño y limpio, con una mesa y un crucifijo, al que podamos acudir cada día a llorar unos minutos por la humanidad doliente y caída.
A medio camino entre la campiña y la sierra y al borde de la A-316 que conecta Jaén, Córdoba, Madrid y Granada, Torredelcampo ha experimentado en los últimos años un fuerte desarrollo industrial, lo que ha permitido que su economía no se resuma únicamente al sector agrario y a la emigración temporal –aunque no exista una sola feria en la península en la que no encuentres a un torrecampeño vendiendo “garbansos tostados”–. Ese seseo tan característico que –por esa clase de razones que carecen de cualquier razón– constituye una isla lingüística en relación a las poblaciones colindantes, ahonda en la personalidad única de este municipio que a principios del siglo XIX se independizó política y eclesiásticamente de Jaén, acontecimiento que celebran cada 10 de junio. Su basto término municipal está salpicado por un gran número de torreones, castillos y fortalezas, un patrimonio que Juan Carlos Castillo Armenteros –profesor titular de la Universidad de Jaén, cronista oficial de la localidad y una de las personalidades más influyentes de su cultura contemporánea–, está tratando de recuperar, justo a otros vestigios arqueológicos de la provincia.
Sobre el Castillo del Berrueco –el más importante de todos ellos– circula una leyenda que, de ser cierta, revierte a Torredelcampo en uno de esos lugares en los que el destino hace su trabajo para variar drásticamente el rumbo de nuestra autobiografía: se cuenta que allí, en la primavera del año 1466, hizo noche Pedro Girón, Maestre de la Orden de Calatrava, camino de su boda concertada con la entonces princesa Isabel de Castilla (posteriormente, Isabel la Católica); durante todo ese trayecto le estuvo siguiendo una bandada de cigüeñas que, al llegar al Berrueco, comenzaron a volar en círculo sobre él, antes de proseguir viaje. Eso fue interpretado como un mal presagio por Girón, que días después, en Villarrubia de los Ojos (Ciudad Real), amaneció muerto, una circunstancia que, a su vez, permitió que Isabel terminara contrayendo matrimonio con Fernando II de Aragón. El resto es historia... En El Cerro Miguelico o de Santa Ana, debido a su proximidad con la ermita de la patrona del pueblo, se asienta su enclave natural más importante: El Bosque de la Bañizuela, así como una serie de yacimientos que abarcan desde los siglos VI y V, antes de Cristo, hasta la época musulmana de los siglos IX y X. Me van a permitir que cierre con un fervoroso agradecimiento a La Niña de la Puebla. Cuentan que ella fue la que consiguió el permiso de los padres de Juanito Valderrama para que éste se acabase subiendo a los escenarios, y aunque sin ese giro de la historia, probablemente, los grandes titulares de prensa no habrían variado ni un ápice, sí habría influido mucho en nuestra alegría. Y, créanme, no conozco corona más grande.