Los más inocentes de la guerra

    14 sep 2025 / 09:12 H.
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    El conflicto bélico israelí es mucho más que un esperpento. No hay calificativos que puedan retratar una guerra sin final que exige la implicación de la sociedad internacional, porque está claro que no vale con la acción de sus gobernantes. Si la violencia no tiene justificación sobre civiles inocentes, es aún más condenable cuando afecta a los más pequeños. Los niños no votan, tampoco participan en las decisiones que llevan a emprender batallas, cometer atentados, bombardear ciudades u ocupar territorios. Sin embargo, el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) cifra ya en más de 450.000 menores los que sufren riesgos mortales en Gaza ante la inminencia del gran ataque de Israel.

    La combinación entre el hambre y las bombas es límite en un territorio que queda sujeto, en este momento, a órdenes de evacuaciones forzosas. La escalada en curso ya ha provocado un número desproporcionado de víctimas civiles y ha llevado al colapso casi total de los pocos recursos vitales de los que dependen los menores en la capital gazatí es una catástrofe en toda regla para la que no existe solución. La organización advierte de que, en dos meses, más de 10.000 niños han sido diagnosticados con desnutrición aguda y el tratamiento que reciben actualmente 2.400 de ellos corre peligro. La urgencia de actuar y salvar vidas nunca fue mayor en una población entre la que hay recién nacidos, niños heridos y algunos con algún tipo de discapacidad. Los expertos en buscar la paz aseguran que no hay un solo enclave seguro. La ausencia de zonas humanitarias y la escasa ayuda complican una situación que se recrudece cada día. Es el momento de apelar a la comunidad internacional para que ponga coto a un desastre que todavía puede ser aún mayor. En menos de dos años han muerto más de 50.000 menores o han resultado heridos, independientemente del bando. ¿Cuántos más harán falta antes de que el mundo actúe? La situación exige una respuesta antes que de sea demasiado tarde.



    Editorial