Momento de duda y reflexión, camino hacia la renovación

    01 nov 2025 / 11:43 H.
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    La vida es un vivir desvivido por amar y una fuente inagotable de anhelos, lo que nos demanda espíritu pensativo profundo y conciliador, ya que todo renace de lo alto y se regenera en comunión de pulsos. Ojalá que la tradicional visita de estos días a las tumbas de nuestros difuntos sea un momento, además de algo preciso para la deliberación interna, también esté dotado de respuestas, por lo que significa de peregrinación terrenal a la patria del cielo. Es, precisamente, este soplo ensimismado con la pureza de la composición, lo que nos hace transitar sin temor a la muerte, manteniendo la incesante vigilancia mística, que nos prepara para afrontarla con serenidad. No olvidemos, que lo importante de un penitente es hacer penitencia, corregir errores y reprender actitudes. ¡Enmendarse!, en suma.

    En efecto, el camino hacia la inmortalidad está en el poema cultivado, en el verso que he vuelto a ser, en la gloria del regreso a la inspiración más nívea, sustentada en conocerse a sí mismo, para poder restaurar nuestros propios andares. Sea como fuere, a poco que nos adentremos en nuestros latidos, descubriremos que las diversas existencias están profundamente unidas unas a otras, hasta el extremo de que nuestros pasos por aquí abajo, el bien y el mal que cada uno realiza, afectan siempre a los demás. Tanto es así, que las tumbas, son casi un reflejo del mundo. Recorrer, pues, los cementerios es peregrinar mar adentro, en busca de consolación, a través de un sueño marcado por la esperanza de lo perpetuo.

    La eternidad, aparte de enternecernos, nos alienta a dirigir la mirada hacia lo celeste, con una humanidad cada vez más universal, y a digerir una invocación común de armonía, para quien ha vivido, para quien vive, y para quien vivirá. Lo significativo es llenarse de luz, traspasar el horizonte de la entrega, siendo incapaces de permanecer pasivos e indiferentes ante las necesidades del prójimo, en una era marcada por las transiciones urbanas y digitales. La apuesta se hace cada día más palpable, promoviendo pueblos y ciudades inteligentes centradas en las personas, lo que nos exige dar prioridad a las necesidades humanas, la inclusión y la accesibilidad. Desde luego, eso está muy bien, pero lo nefasto radica en cultivarse sin reflexionar, será como malgastar la energía de continuidad viviente.

    En consecuencia, demos tiempo al tiempo, seguramente entonces, el ignorante se reafirmará, mientras el ilustrado con la cátedra de la existencia sobrevivida, comenzará a dudar y a interrogarse. Ciertamente, parece que el mundo se ha vuelto mucho más racional y que, incluso pensar en la muerte, es un ejercicio de recapitulación viviente, de dónde vengo y hacia dónde voy o quiero ir. Ahora, cuando nuestra naturaleza está aún en movimiento, es el intervalo requerido para purgarse y apreciarse. De hecho, recapacitar sobre la expiración, ayuda a mirar con ojos nuevos los distintos caminos, sin dejar rencores ni remordimientos en nuestras huellas. Sucumbir reconciliados es un principio ético que nos concierne a todos, no sólo a los cristianos o a los creyentes.

    Únicamente el reino de la lírica está inmerso en el reino del perenne gozo. Por eso, todos somos deudores de esa reconstrucción inspiradora del himno impecable, que debemos abrazar con el ánimo de la concordia, puesto que nos puede parecer imposible de conseguirlo, hasta que se logra. A poco que repensemos sobre aquellos difuntos, que dormitan en el sueño de la paz, nos daremos cuenta que sus cuerpos esperan ser transformados por el resurgimiento. En realidad, no hay que temerle a la muerte, porque como decía Machado, “mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros ya no somos”. Encima, al descomponerse nuestros andares materiales logramos una nueva dimensión incorpórea, confiando en la divina Providencia y no en suplantar la alegría por tristezas.

    VÍCTOR CORCOBA HERRERO

    La santidad, al alcance de todos

    la santidad es el noble afán del fiel cristiano perseguido a lo largo de toda una vida. El Concilio Vaticano II lo remarcó como una meta factible y encomiable para todos los hombres y el Papa san Juan Pablo II desveló, si es que parecía haberlo, el secreto para lograr esta loable y ambiciosa pretensión. Lo puso de manifiesto en uno de sus memorables discursos: “Existe un criterio seguro de santidad: la fidelidad en el cumplimiento de la voluntad divina hasta las últimas consecuencias. El Señor tiene un proyecto para cada uno de nosotros, a cada uno confía una misión en la tierra. El santo no consigue ni siquiera imaginarse a sí mismo al margen del designio de Dios: vive solo para realizarlo”.

    Creo que cada hombre, todos los hombres, conocen ese proyecto personal divino a desarrollar en su vida. Por eso no hay que tener miedo a la santidad, al contrario, la fidelidad a Dios y a nuestro propio ser.

    Y es que contamos con la ayuda divina para ser fecundos en todas nuestras acciones a favor del prójimo. Dios nos proporciona siempre los medios para llevarlo a cabo; Dios es Justo y no puede exigirnos algo que esté por encima de nuestras posibilidades. Hay circunstancias en la vida que parecen rebasar nuestra propia capacidad. Pero es en esos momentos precisos cuando más tenemos que acudir a su segura protección. Como nos decía también el Papa Francisco:” No tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como decía León Bloy, en la vida “existe una sola tristeza, la de no ser santos”.

    JUAN ANTONIO NARVÁEZ SÁNCHEZ / Úbeda

    Cartas de los Lectores