La vergüenza del verano
No fue en Puerto Banús, no. Fue en Castell de Ferro, una playa familiar donde durante años compartimos tortillas, ensaladas y gazpachos, refrescos y cervezas, en una mesa de camping con algunas sillas a su vera, tres sombrillas y toallas por el suelo. No importaba quién era tu vecino; si tenía sed, bebía. Y si no tenía hambre, daba igual, comía.
Hace unos días, todo se rompió. Llegaron en patera una decena de jóvenes con ganas de cambiar sus vidas. Pero los nuestros habían cambiado. Mientras algunos veraneantes los perseguían y detenían, los huecos en la mesa fueron haciéndose más grandes y más grandes, infinitamente separados. Y con estos huecos a mi lado, entendí lo que había pasado: se acabó el verano.
DANIEL CAMPOS LÓPEZ / LINARES
Realidades invisibles
Una parte importante de la sociedad española tiene dificultades para llegar a fin de mes. Al mismo tiempo, solo una minoría más acomodada puede afrontar imprevistos sin que ello suponga un golpe económico significativo. Esta realidad refleja un país que muchos responsables políticos parecen no querer ver: el de los ciudadanos que luchan cada día por sobrevivir entre tropiezos, carencias y adversidades de todo tipo. La empatía por parte de las instituciones públicas brilla por su ausencia. En cierta forma, estamos regresando a aquella España del Siglo de Oro, donde la picaresca era la única vía para sortear un sistema injusto. Hoy lo vemos reflejado en la corrupción, en el uso personal de los recursos públicos, y en las influencias que solo persiguen el beneficio de quien sabe aprovecharse del sistema. Porque, al final, todo gira en torno al dinero, sin importar cómo vive una gran mayoría de la población. Hace años, Europa representaba una esperanza. Hoy, sin embargo, muchos la perciben como parte del problema. La desconexión entre los dirigentes europeos y la realidad social pone en riesgo una unidad que costó décadas de sacrificio y dolor construir. Parece que se ha olvidado que el mundo ha cambiado, y que el orgullo ciego de ciertas élites políticas amenaza con erosionar lo que tanto costó levantar. Somos diversos: en etnia, religión, pensamiento y, sobre todo, en condiciones económicas. Reconocer esta diversidad es el primer paso para construir una sociedad más justa y cohesionada. Pero para lograrlo, necesitamos más que voluntad: necesitamos educación. Una ciudadanía crítica y bien formada es la mejor defensa frente a la desigualdad, el abuso de poder y la indiferencia institucional. Solo así dejaremos de tropezar con las mismas piedras.
PEDRO MARÍN USÓN
Mi amigo bastón
En un pequeño pueblo, donde la oscuridad reinaba en los corazones, vivía un anciano no vidente llamado Martín. Su única compañía era su inseparable y fiel bastón, al que llamaba cariñosamente Baste. Juntos recorrían las calles empedradas, guiándose el uno al otro y desafiando las limitaciones impuestas por la falta de visión. Martín y su bastón, siempre unidos y felices, salían muy temprano de casa, con el amanecer de los primeros rayos de sol, aunque para él, todo seguía siendo oscuro. Caminaban lento, sin luna, sin estrellas y sin aurora. La sonrisa del anciano era triste e incolora, flotaba en su enrojecido rostro y se la llevaba el viento. Iba callado, su paso sigiloso y muy calmado, de la mano de Baste, por aquellas calles solitarias.
Algunas tardes, cerca del ocaso, Martín y Baste marchaban apurados por la acera enlosada, en dirección a la plaza del pueblo. Allí, se sentaba en el ancho borde de la pila cuadrada de una fuente rebosante de agua y, apoyado en su bastón, escuchaba sosegado el sonido agradable del chorro sordo que caía desde un alto caño. También disfrutaba del alegre piar de los pajarillos que revoloteaban por los alrededores y se acercaban a la fuente para beber. ¡Cómo disfrutaba Martín!
Un día, cuando se encaminaban tranquilos hacia la plazuela, Martín y su bastón escucharon risas y voces a lo lejos. Se acercaron, curiosos, y descubrieron que un grupo de niños jugaba y se divertía en el parque.
Con voz amable, Martín se dirigió a ellos:
—¡Hola, chavales! ¿Pueden mi bastón y yo unirnos a su juego?
Los niños, sorprendidos por la valentía y la ternura del abuelo ciego, aceptaron encantados.
—Sí, sí, pueden unirse a nosotros. ¡Se lo pasarán en grande! Vengan, por aquí. Siéntense en este banco que tienen a su lado —dijeron todos a la vez, mientras lo guiaban hasta un banco de piedra, para acomodar al alegre vejete. Martín se convirtió en el centro de atención, contando buenas historias y compartiendo su sabiduría con los pequeños.
Con el paso de los días, Martín y su bastón se volvieron parte integral de la comunidad. Los vecinos del pueblo comenzaron a apreciar su fortaleza y su valor, y lo trataban con respeto y cariño. Incluso, algunos se ofrecieron a acompañarlo en sus largos paseos, para que no se sintiera solo.
Poco a poco, la oscuridad que reinaba en los corazones del pueblo comenzó a disiparse. La presencia de Martín y su bastón recordó a todos la importancia de la empatía y la solidaridad. Martín nunca recuperó la vista, pero tampoco la necesitó. Porque con cada historia, cada paseo y cada sonrisa compartida, fue abriendo los ojos de todos a lo que realmente importa: el calor de un gesto, la fuerza de una compañía, el poder invisible del cariño.
ANA CACHINERO / Jaén