La soledad
La soledad
La soledad, voluntaria o no, la sufren muchas personas mayores. Estas, al verse en ese estado, tienen la necesidad de hablar, comunicarse y expresar sus sentimientos. Están faltas de cariño. Hablan demasiado. Necesitan ser escuchadas, que las escuchen y les digan cosas bonitas. Se sienten seguras cuando saben que su interlocutor las está escuchando atentamente. No importa si disfrutan o no escuchando, lo importante es que hablan por el simple hecho de desahogarse de esa soledad que las oprime irremediablemente. Las atosigan y se ven obligadas a aislarse sin motivo aparente, quizás debido a factores externos ajenos a ellas. ¿Puede tener la culpa la sociedad de esa soledad no deseada? Si reflexionamos, podemos decir que sí. En parte o totalmente. Se discrimina o aparta de la comunidad a aquellas personas que no interesan, a las que no quieren saber nada por ciertas circunstancias. Sin embargo, no podemos dar la espalda a esas personas solitarias que necesitan de nuestra ayuda, necesitan hablar y hablar sin parar, en particular, de sí mismas. Debemos darles la oportunidad de hacerlo, brindarles un bienestar por el bien de todos. Hay que combatir la soledad de quienes la padecen, mediante conversaciones amenas, y escuchándolos sin ánimo de lucro.
ANA CACHINERO / JAÉN
Preservar una auténtica humanidad, como lo hizo el Papa Francisco
El momento que vivimos no es fácil, tampoco nunca lo ha sido, pero ahora que habitamos en medio de la civilización tecnológica, donde todo lo humano parece olvidarse, hemos de estar más en guardia y más abiertos a los demás, particularmente con los débiles. Nadie se puede quedar en el olvido o en el abandono. Lo que importa realmente es el afecto vertido en todo lo que realizamos. Ciertamente, vivimos un cambio transformador, que requiere de cada uno de nosotros, comenzar por mirarnos con otros ojos más espirituales que corporales; ya que, es esta sabiduría que emana del corazón, la que realmente nos trasciende. No es la capacidad de las máquinas, tampoco la formación mundana irresponsable, la que nos hace ver horizontes claros, es nuestro propio espíritu de poetas.
El trabajo hecho con especial esmero y con generosidad, siempre es una creación original y única. Bajo esta perspectiva innovadora, la humanidad tendrá que aunar esfuerzos, al menos para promover una visión auténtica de la persona humana y de la sociedad, que ha de regular también como objetivo global el valor de la naturaleza en la que se mueve. En este sentido, los pueblos indígenas se encuentran entre los más afectados por las condiciones meteorológicas extremas, la pérdida de biodiversidad y la disminución de los recursos naturales. Sin embargo, precisamente gracias a su talante natural y a su relación con el medio ambiente, son también los que nos pueden ayudar a encontrar soluciones para remediar los daños causados.
Indudablemente, cada uno nosotros es garante de frenar destrucciones, que ocasionan verdaderos calvarios a las gentes. De ahí, la importancia de ahondar en nosotros mismos como seres de verbo en verso, que ha de llevarnos a cuestionarnos nuestro papel en el mundo. En este sentido, el propio Papa Francisco, lo describía como un cambio de época, que ha de llevarnos a una renovada cognición por lo auténtico. La apariencia y la mentira sólo brindan vacío y vicio. Nuestro interior es el que verdaderamente nos alberga los estados de la placidez; por eso, hay que dejarse oír, dejándose templar y determinar por sus poéticos pulsos y pausas. Por eso, frente al propio hacer de cada día, quizás convendría que nos interrogásemos sobre sí: ¿tengo corazón para ser poesía o prefiero poder y dominación?
Vivir, por sí mismo, es el mejor poema a injertar que nos guarda y nos aguarda en las fibras del alma. Lo trascendente no es tanto mantenerse en forma, como que impere el buen fondo, para poder comprender que nada de lo que le ocurra a nuestros semejantes, nos debe resultar ajeno. Tenemos que parar de lanzarnos piedras entre sí, fomentando la cultura del sincero abrazo y la comunión de latidos. Deja de tener sentido, mirar hacia otro lado; al ver como se activan las armas y no el alma de amor. O presenciar con la indiferencia, las meras luchas de poder en torno a intereses parciales mezquinos. Hemos de despertar. Máxime, sabiendo, que el mundo puede cambiar desde el corazón. Renunciemos a perder el tiempo y ayudemos a donarnos una existencia decente hermanada.
Aprendamos entre sí unos de otros, custodiemos el mundo con la lírica alabanza del reencuentro, lo que implica abarcar la totalidad del ser, tanto mental como sapiente, corpórea y relacional. De esto se deduce que todos llevamos consigo una dimensión contemplativa, un deseo innato de hacer genealogía, uniendo vínculos a golpe de miradas acariciadoras, que son las que fomentan la inspiración andante que somos. Sin duda, es bajo este contexto como se avanza y se difumina la línea que separa lo genuinamente humano de lo adulterado. Necesitamos el don de la iluminación pensante, para poder discernir e irnos del oleaje que nos deshumaniza, con inhumanidades manifiestas, que nos alejan de esa alianza plena, como trovadores de apego vivo. ¡Retornemos, pues, a la composición armónica!
VÍCTOR CORCOBA HERRERO
Primero de mayo
La idea de una semana laboral corta adquiere fuerza, no solo como reivindicación laboral, sino como herramienta de transformación social. Reducir la jornada a 35 horas semanales o menos no es una utopía: ya es habitual en países como Alemania, Países Bajos, Dinamarca, Austria, Finlandia, Bélgica, Suiza, Irlanda y Noruega. Y no, su productividad no es inferior a la nuestra. Al contrario, son algunos de los países más competitivos del mundo, con economías estables y altos niveles de desarrollo humano.
Uno de los grandes beneficios de esta medida es el incremento de la productividad. Al trabajar menos horas, las personas están más descansadas, enfocadas y motivadas. Está demostrado que jornadas más largas no equivalen a mayor eficiencia; a menudo se traducen en fatiga y menor rendimiento. Sin embargo, una jornada más corta favorece el bienestar emocional y se trabaja más alegre. Disponer de más tiempo para uno mismo, para compartir con la familia, para socializar o simplemente descansar, tiene un impacto directo en la calidad de vida y, por tanto, en el trabajo. Como sociedad, debemos avanzar hacia modelos donde el tiempo de ocio, familiar o con amigos sea un derecho y no un lujo.
Desde el punto de vista social, la reducción de la jornada laboral es la mejor medida para conciliar vida personal y profesional. Es una herramienta poderosa para construir sociedades más igualitarias, donde las personas no tengan que elegir entre su carrera o su vida personal.
En definitiva, trabajar menos horas no implica trabajar menos, sino mejor. Apostar por una semana laboral más corta es una decisión inteligente, tanto económica como socialmente. Ya se ha demostrado en otros países. ¿A qué esperamos?
MIGUEL FERNÁNDEZ-PALACIOS GORDON / MADRID