La marquesita

    23 jul 2025 / 09:13 H.
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    El sol otoñal teñía de oro la fachada del caserón de los marqueses de Campaneras. Situado en plena sierra de Monte Mayor, era una casa solariega de dos plantas, destacando sus ventanales con contraventanas. Construido con grandes piedras calizas, el edificio estaba rodeado por amplias caballerizas, árboles frutales y extensos campos abiertos donde pastaban en libertad hermosos caballos de crianza. Aquella tarde, dos desconocidos llamaron con insistencia a la enorme puerta tallada con figuras geométricas. Eran Luis y Carlota, reporteros de élite, deseosos de entrevistar a los señores del lugar. Les abrió una doncella uniformada de mediana edad, cuyo rostro enrojecido y expresión severa les impresionaron de inmediato.

    Con un gesto breve, la mujer les invitó a pasar al vestíbulo: una sala rectangular repleta de muebles clásicos sobre un suelo de losas de mármol, donde diversos adornos parecían flotar en el ambiente, como piezas de ajedrez suspendidas en el tiempo. Tras cerrar la pesada puerta y sin pronunciar palabra, los visitantes siguieron a la sirvienta por un largo pasillo iluminado, plagado de grabados y retratos que hablaban por sí solos del linaje noble de los marqueses. Durante el trayecto, al atravesar un pasaje que conducía a un patio interior, Carlota se detuvo, cautivada por un cuadro de grandes dimensiones colgado sobre una consola semicircular. Sobre ella descansaban dos candelabros de tres brazos, cuyas velas encendidas y perfumadas iluminaban la figura central del lienzo: una joven de unos catorce años. La muchacha posaba con elegancia, sentada en un lujoso sillón y mirando ligeramente hacia un lado, como una princesita. Su cabello, plateado, largo y lacio, estaba adornado con una delicada diadema de perlas blancas. Vestía un esponjoso vestido blanco de volantes, escotado y caído sobre los hombros, con amplias mangas. Llevaba además unos guantes de encaje, y sostenía delicadamente un abanico cerrado decorado con motivos florales.

    —¿Quién es? —preguntó Carlota, extrañada y expectante.

    —La hija pequeña de los señores. Pobre angelito —contestó la asistente, con un dejo de tristeza—. Murió hace apenas una semana a causa de una caída mortal mientras montaba a caballo por uno de esos caminos. ¡Quién sabe a dónde la conducían! Era muy guapa, de buen corazón, y la alegría de sus padres. Sigamos, ya queda poco. Subiendo por unas escalinatas de piedra, salieron a un patio silencioso e inmenso, adornado con exuberantes arriates de flores, un estanque de agua azul rodeado de rocalla, y enormes árboles centenarios cuyas ramas se alzaban por encima del muro. Carlota se detuvo un instante, incapaz de dar un paso más. En medio del patio silencioso, los marqueses conversaban ajenos al tiempo, como si el mundo exterior no existiera, como si la vida hubiera quedado atrapada en un bucle eterno. Luis la miró, esperando quizás una explicación racional a todo aquello, pero Carlota solo pudo esbozar una sonrisa leve y melancólica. Y mientras contemplaba la escena, pensó que había cosas que ni el periodismo ni la razón podían explicar. Que a veces el silencio guardaba historias más vivas que cualquier crónica, y que entre aquellas paredes antiguas, el pasado seguía respirando. Comprendió que no siempre se trataba de buscar titulares, sino de aprender a mirar más allá de lo evidente. Y, en ese instante suspendido, Carlota sintió que había descubierto algo que ningún reportaje podría contar del todo: el peso invisible de las almas que permanecían donde fueron felices, o donde alguna vez, aunque fuera solo un instante, creyeron serlo.

    ANA CACHINERO / Jaén

    La memoria no olvida

    Las hemerotecas no perdonan. Nos devuelven, sin filtros ni matices, las palabras que en su día se pronunciaron con solemnidad, pero que el tiempo y los hechos se encargaron de desmontar. La memoria escrita, muchas veces subestimada, se convierte en un espejo implacable frente al relato interesado del presente. Sin embargo, tan importante como recordar es actuar. No basta con constatar que la corrupción se ha instalado profundamente en nuestra vida pública. No basta con señalar la hipocresía de los discursos que prometen regeneración y acaban protegiendo lo mismo que decían combatir. Hace falta que esa conciencia se traduzca en exigencia, vigilancia y participación. La corrupción, como enfermedad crónica, no desaparecerá con simples declaraciones de intención, ni con escándalos momentáneos amplificados por los medios. Solo se erradicará —si es que eso es posible— mediante estructuras sólidas de control, justicia independiente y, sobre todo, ciudadanía activa. La tecnología puede ayudar, sí. Automatizar procesos, limitar el margen humano de arbitrariedad, garantizar trazabilidad. Pero no sustituye la voluntad ética. Persistir en la denuncia es necesario, pero más aún lo es construir una cultura que no tolere la desidia, ni la connivencia, ni el silencio. El futuro no lo escribirán solo las hemerotecas. También lo harán quienes hoy deciden recordar, señalar y actuar.

    PABLO MARÍN USÓN

    Conformarse con lo que se puede

    El FC Barcelona, a falta de oficialidad, ha firmado al atacante inglés Marcus Rashford. Una vez más, en este fichaje se ha demostrado los vaivenes continuos del club. Primero Luis Díaz, después Nico Williams y, al final, la opción C... la que quería desde un inicio Hansi Flick.

    FAUSTINO LASARTE GÁRATE

    The Mystery Man

    Imaginemos que Jesucristo me ha contratado como abogado —y no utilizo su nombre en vano— por causa de la exposición llamada The Mystery Man que hay en la Catedral de Jaén: Mi Señor, ¿qué desea? Mira, he visto la exposición y resulta que me han representado completamente desnudo viéndoseme todo en dos escenas, en el descendimiento de la Cruz y en la reproducción de mi cuerpo sacado de la Sábana Santa. Y no me parece bien. Durante veinte siglos, desde que me crucificaron, siempre se me respetó pintándome o esculpiéndome llevando un paño de pureza en la cintura para que no se viera nada más, como es lo correcto y verdadero, pues mi Padre no hubiera permitido otra cosa. Pero ahora se me está exponiendo al completo desnudo, sin que los responsables de la exposición estén pensando en que me están faltando al respeto. El mandamiento en el que yo resumía los Diez Mandamientos de mi Padre era: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Y cabe preguntarse: ¿alguno de los responsables de la exposición colocaría a su prójimo, su padre o su hijo o su hermano completamente desnudos a la vista de todos? ¿Pues cómo lo hacen conmigo? Y resultó que Jesucristo era el juez...

    MIGUEL ÁNGEL Y JOSÉ PABLO ALCALDE-DIOSADO GÓMEZ

    Cartas de los Lectores