Veinticinco céntimos

09 feb 2025 / 09:31 H.
Ver comentarios

Sabes que esa tienda que acaban de abrir compra libros usados? Me lo comenta ese amigo que es consciente de que tu casa ya no dispone de resquicio alguno para albergar ni un solo volumen más a pesar de que la sigues alimentando con todo aquel libro que te regalan o compras compulsivamente con el ánimo de hacerlo tuyo, disfrutarlo aun sin tiempo para leerlo y atesorarlo como lo que en realidad es: parte de ti.

El concepto “libro usado” me parece especialmente despectivo. Un libro no se usa, se lee, se aspira, se desea... es un compañero que nunca defrauda. Normalmente la compra de libros digamos, leídos, viajados, se disfraza con añagazas como... libera espacio, deshazte de lo que ya has leído, despréndete de los que no te ilusionaron lo suficiente y frases similares. Pero para quien de verdad los siente como algo que forma parte de su propio yo, no son válidas. No se abandona un libro en una caja de incierto destino. Si ya te lo has inyectado en vena nada ni nadie puede separarlo de ti. Y si está esperando que lo hagas, tampoco.

Reconozco que, en un ataque de irresponsable traición, he paseado hasta ese recinto en que los libros abandonados esperan, como las mascotas añorantes de un arrumaco tierno, que alguien los quiera y los lleve a un nuevo hogar. Y allí, frente a ellos, he imaginado las vidas y circunstancias de quienes decidieron que ya no tenían alma ni corazón para ellos. Novelas, poemarios, libros de viaje, ensayos, Best Sellers de efímera presencia, cuentos infantiles... todos parecen guiñarte un poco el lomo ajado —algunos parecen impolutamente abandonados sin abrir y eso duele todavía más— como pidiendo una segunda oportunidad. Abres uno, al azar, y el alma se te revuelve en un chispazo de melancolía inmisericorde: “Nunca olvides que compré este libro para ti. No hay mejor poema que despertar en tus ojos” Y debajo, una firma que, aunque ilegible, te parece descifrar como “Aurelio”. Estás a punto de acercarte a la caja y llevarte aquella colección de versos, pero no lo haces. No puedes traicionar a ese Aurelio y, mucho menos, a la destinataria que, quién sabe la causa, decidió que ya no le interesaba ser “poema”. Muchos otros libros tienen una firma, una fecha, un pico doblado en varias páginas. Son libros “vividos” que rezuman emociones más allá de sus textos. Algunos tienen, incluso, alguna pequeña mancha ya seca por el avatar del calendario y no puedes dejar de imaginar que, tal vez, fue una lágrima, una salpicadura de comedor o dormitorio, una gota de ilusión apasionada y encuadernada.

Decididamente no puedo abandonar mis libros y exponerlos en pública subasta. Me acompañarán siempre hasta que el último suspiro nos haga separarnos y ya no seamos parte indisoluble el uno de los otros y viceversa. Lo que haya que acontecer después ya corresponde a la línea sucesoria, esa a la que has imbuido siempre que has podido el amor por los libros.

En un último escarceo antes de abandonar el escenario “del crimen” preguntas por el precio que abonan por los libros abandonados. Veinticinco céntimos por volumen, te dicen. Todos iguales, sin distinción. Y en ese momento huyes despavorido. ¿Ese es el precio que resume todo lo que un libro ha significado y sigue significando? Una lágrima, esta vez, tuya, cae a la acera mientras te marchas sin mirar atrás.



Articulistas