Un marido
Entonces solo tenías un marido. Un marido para tenerle a punto la ropa blanca, plancharle con primor las camisas, y contestar amargamente a las buenas noches que él te daba cuando se daba vuelta, y se arrebujaba como los perros, para dormir sin haberte mirado siquiera. Solo tenías un amante para acudir temblorosa a las citas secretas, espiando, oteando las esquinas por si alguna mirada te sorprendía presurosa, inquieta, muerta de miedo. Un amante para desnudarte con rubor, soportar sus embestidas arrítmicas, asimétricas; y luego sus descargas inesperadas, inoportunas, siempre a destiempo. A tu marido lo amortajaste porque eras la legítima. Fuiste al entierro del amante porque la viuda era amiga íntima del colegio. Del último amante ocasional, de Benito, te dijeron que había muerto en un accidente absurdo. Te quedaste sola. Entonces tuviste la ocurrencia de pretenderme sin éxito. Ahora sí quiero. Ahora ya no eres un barquito de papel sin nombre, patrón ni matrícula. Ahora sale a recibirte el director del banco, te pregunta por tu nuevo marido, te acompaña a concluir con éxito la gestión que te trajo a la sucursal, y luego te invita a tomar un aperitivo y te cuenta el chiste de moda.