Todo depende

    31 may 2021 / 10:25 H.
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    En la ciudad no se escucha el agua que resbala de los canalones y va a parar al suelo tras la tormenta. Ni un coche que pasa rompiendo los charcos y dejando tras de sí el silencio. Ni el encendido del alumbrado público o los balonazos que una patulea de chicos pega contra una pared, a la caída de la tarde. Ni siquiera los pájaros logran hacerse oír siempre en la ciudad. Mucho menos alguien que gime o se estremece, o un perro que le ladra a la noche o el solo llanto de un niño. Si no lloviera en las ciudades... Pero lo hace, y la gente llora. Nadie se libra de llorar. O tal vez sí se escuche todo lo descrito y lo que falte sea tiempo para asumir la importancia de esos sonidos, porque permanentemente hay alguien esperándonos en el otro extremo, después de cuatro o cinco o diez estaciones, con su transbordo y su gentío, alguien en peligro de llorar, necesitado de nuestro paraguas. Claro que en los pueblos también existen personas necesitadas de paraguas. Y quizá algunas de las personas que viven allí prefieren no escuchar el agua resbalando por los canalones y, a cambio, tener a otras personas cerca, degollando ese incesante goteo. ¿Quién sabe eso? ¿Quién está en condiciones de saberlo? El inquilino del séptimo B de un bloque de apartamentos se asoma un instante al balcón, le parece ver un puñado de luces muy al fondo, en la llanura, detrás de la gran luz que lo asola todo, y piensa que en los pueblos reina la tranquilidad, sin profundizar más en lo que piensa, dándolo por bueno. La inquilina del séptimo C, de ese mismo bloque, ejecuta idéntica acción y cree que tanta tranquilidad no puede ser sana y que de ahí Puerto Hurraco y los que se van a una encina y se cuelgan de ella, de nuevo sin ahondar un ápice en ese pensamiento. La chica que sueña con mudarse a un lugar desde el que se divisen rascacielos y trabajar como dependienta en unos grandes almacenes o en el mostrador de una pizzería; la otra chica, compañera de correrías de la anterior, que ni loca abandonaría la solana para dedicarse a lo que realmente estudió, a lo que realmente le gusta, a lo que realmente le gustaría —mejor dicho— si pudiera llevarlo a cabo en la solana, a salvo de los cientos de coches que circulan a diario deshaciendo los charcos, resolviéndolos en nada, la nada bruta, la nada que no es nada. ¿Quién de ellos se equivoca? ¿Quién acierta? A la mierda los que se atrevan a señalar, se confunden seguro. Ni en la ciudad nunca se escucha el agua que resbala de los canalones y va a parar al suelo, ni en los pueblos solo se escucha eso. Todo depende del perfil con que se mire, de la ciudad y el pueblo, de los individuos que los habitan y hasta de la manera en la que se montan los canalones y el alma de las tormentas. Todo depende.

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