Septiembre

31 ago 2020 / 16:53 H.
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Pensaba en esas canciones que se deben a un buen estribillo. Suelen ser piezas cortas, de dos minutos y medio o tres a lo sumo, en los que el cantante comienza diciendo cosas que carecen del más mínimo sentido, hasta que, al pronto, un puente o un punteo te conducen a una melodía que se te mete a bocajarro en la cabeza. Nunca aparecen en ninguna lista de grandes temas de la historia. Muchas veces, incluso confundimos a sus intérpretes. Sin embargo, jamás se olvidan; al contrario, poseen el don de grabarse a fuego en nuestra memoria y sobrevivir a la riada de otras canciones con idéntica dosis de hipnotismo. Algo similar sucede con los amores de verano: salvo excepciones, el vendaval de septiembre, con sus primeros nublos, los fulmina y permite el paso de otros amores que se quedan un rato o el resto de nuestra vida. Hasta que, sin tener conciencia de por qué y tras algún tiempo viviendo cosas que carecen del más mínimo sentido, el chico o la chica de la playa o el pueblo resucitan. No de verdad, porque esa verdad ya no existe. Lo hacen de mentira: más altas, más estilizados, más listas, más comprensivos, tal vez con distintos nombres, porque no conseguimos recordar los suyos. Y te dejan el corazón partido.

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