Reflexiones en un paisaje
Esta mañana, como todas las mañanas de junio, percibo el frescor de un día agrisadamente asturiano. Los matices violáceos se hacen notar con timidez sobre algún reflejo trasparente y cálido, que deja atisbar un día luminoso. Sí, temprano es, cuando las emisoras de radio facilitan información de un tiempo de respuestas y contrarrespuestas en la lontananza de la política mas cercana, pero también de guerras absolutamente inexplicables y cruentas hasta el exterminio de pueblos y de razas. Se trata de un nuevo movimiento de exploración y concentración de poder para repartirse el mundo de modo convenido. Lo demás son tretas de mal pagador y repetidas añagazas, desde luego, muy por defuera de la verdad de esta gratísima timidez acuosa que me acompaña: boir a, orballo, sirimiri, rocío... al cabo, efectos menudos de la lluvia asturiana que brillan sobre las plantas advirtiéndonos de un nuevo estado de belleza que, en la memoria, figura con resonancias ausentes y presentes. Tiempo remansado que me acerca a diferentes lugares y momentos del paisaje español. Paisajes fertilizados para asentar el recuerdo que conmueve y modela la singularidad de cada una de las personas nacidas en estas tierras de mesura y reflexión cervantina. Geografía, por lo demás, desde la frontera con Portugal o, como ya acariciaba José Saramago, evitada ésta para reclamar ese todo cartográfico que conforma la Península Ibérica, donde se concentra toda la pluralidad del paisaje europeo.
No se trata, no, de una geografía solamente, de una tierra sin alma, se trata, acaso y sobre todo, de la respuesta fermentada y trascendida de una manera de ser y de estar en una geografía tendente a ese mundo que debería acercarse a un concepto de matria, de ubre colectiva. Un sentimiento de realidad, sobre el que se acuna la cultura de Occidente tras pasar por el filtro de siglos y culturas anteriores y, claro es, por el fermento que supone viajar desde el mundo clásico hasta cohabitar en el universo de Roma. Todo un quiebro y, desde luego, una apuesta que columbra la voluntad colectiva y su decantamiento a través de Platón y Aristóteles, pero también del espíritu del cristianismo. Sensibilidad que, a mi ver, más que de las conceptuales sombras de la caverna de Platón, quizás nunca bien explicadas, convendría reparar, por ejemplo, en los diferentes alientos hallados bajo esa bóveda protectora y universal que remite a la costumbre, más que a cuanto pudiese corresponderle a la mera tradición impuesta o convenida. Tal es el lecho que habitan la literatura y el arte. Alientos de sensibilidad que nutren el día a día que conforma, da cuerpo y estructura a la trayectoria de nuestra memoria colectiva, cuyo horizonte no precisa mayor distancia que la de aquellos días que median entre el último decenio del siglo XIX, y los primeros lustros del presente. Hablando de pálpitos emocionales, entre la extensión poética de un romántico como Samuel Taylor Colerige, para quien “todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos”, y los que puedan moverse, digámoslo en términos pictóricos, entre la precisión rotunda en lo decorativo e incombustible del “azul klein”, y los matices acuarelados y constantes de la palpitación milimétrica y cambiante que dan forma a estas hortensias crecidas bajo el hórrio que me cubre y, de alguna manera, da cierta calidez y sosiego a este hoy que puede ser mañana. Tiempo quebradizo y mutable, cuya extensión se percibe inacabable.
Por lo demás, días animosos y festeros en los que ciertas multitudes humanas se desplazan de un modo casi compulsivo hacia esa naturaleza que, de seguro, no van a encontrar fuera de sí mismos . Lugar o lugares fugitivos, tantas veces respirados mediante el pulso de escritores y pintores del siglo XX, cuyas miradas ya empezaban a vislumbrar su deterioro, tal y como Pissarro entendió y, desde su concepción del anarquismo, atendió la de los alrededores de aquel París. Personas que, fuera de dogmas y descalabros derivados de supuestas erudiciones, han sabido mirar exactamente lo que veían en esa percepción de la tierra que, fuera de todo estudio comparado, puede entender, por ejemplo, la oquedad que habita el alma de esta mañana que, al contemplar un pasado de sólo dos decenios, también advierte, al otro lado del camino que bordea las hortensias blancas, azules, violáceas y moradas, la entrañable figura de Orfelia adecuando la parcela de tierra para sembrar lo adecuado para el alimento familiar y para alguna dádiva procedente de su más que cabal generosidad de mujer asturiana. Lujo más que alto, el de aquella colectividad de poco más de una treintena de casas, cuyos vecinos habitan en esta gozosa geografía roturada junto a los Meandros del Nora, referencia para un turismo tan ávido por el descubrimiento de lugares, como, en ocasiones, insensible a la hora de residenciar a sus mayores en espacios humanamente abyectos y, en no pocas ocasiones, cómplices también del abandono a su suerte de mascotas: más de trescientos mil fueron abandonadas el pasado verano.