Reflexiones desde El Prado

08 sep 2025 / 08:24 H.
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Hay lugares a los que regreso con la ilusión de hallar esos atisbos de verdad a los que ciertas obras de arte nos acercan. Tal es el caso del Museo del Prado, cuyo encuentro, al margen de otros anteriores, tuvo lugar en el mes de diciembre de 1960, con motivo de del tercer centenario del óbito del sevillano Diego Velázquez, (1599-1660). En aquel marco pudimos contemplar “Velázquez y lo velazqueño”, exposición, la primera de las celebradas en España en torno a las obras del sevillano, cuyo conjunto daba cuenta de la luz, pero también del aire que, recordando la percepción de Dalí entorno a don Diego, habita en las obras pintadas por este cimero maestro. La memorable muestra, organizada por la, entonces, Dirección General de Bellas Artes, tuvo lugar siendo titular del citado organismo, el historiador granadino Antonio Gallego Burín. Asomada velazqueña bien dispuesta para tratar de aproximarnos al tan callado español que no precisaba firmar sus obras por saber que sólo era, sencillamente, el pintor del rey. Conjunto didácticamente bien dispuesto para acercarnos a este artista verdaderamente singular, puesto sobre la mesa, en aquel parnaso de genios, todos y entre todos, corneando y corneándose entre sí.

Se trataba de sacar a flote el oficial-informalismo de aquel periodo absolutamente descollante en confusión y muy marcados contrapuntos y poéticas. Tiempo complejo en el que don Eugenio d’Ors, a cinco años de su fallecimiento, seguía en el candelero ornamental de cualquiera de las estrategias pictóricas, merced a la presencia de “Tres horas en el museo del Prado” que, como podía decir Umberto Eco, podía dar tanto para salir como para entrar en aquel parnaso, en algún sentido presidido por las ornamentales palabras del pomposo y, en algunos casos, certero escritor catalán. Texto de más que dilatado recuerdo, publicado en 1922 con el fin de acompañarnos a través de un hipotético diálogo contemplativo respecto a una selección de obras de arte conservadas en la colosal pinacoteca española, a la sazón y desde 1960 hasta 1968, dirigida por Francisco Javier Sánchez Cantón. En sus páginas, don Eugenio había armado su discurso con sensibilidad y erudición de irregularidad didáctica y , en no pocos casos, también con distancia en cuanto a la verdad y aplicación de los materiales se refiere, pero también en cuanto hace a los modos de utilizarlos, tanto por la ortodoxia del empleo de ellos, cuanto por el comportamiento que puede formularse desde cada una de las maneras de dejar la pincelada sobre el soporte de tela o de madera. Tal son los momentos seguidos por el creador, escultor o pintor. Tiempo, en fin, que acuna cada uno de los logros del artista, pero también sus dubitaciones, arrepentimientos y fracasos en cuanto obra, vivida y viva. Sentimiento y reflexiones absolutamente centrales en el desarrollo de las piezas, carne y hueso de las mismas, cuya enseñanza prendía en nosotros de tal suerte que el museo se afianzó con más fuerza a nuestra memoria, en la ocasión, tan abierta tanto a las observaciones de Soria Aedo, como a los cuidados de Manuel Benedito que transitaban entre Velázquez y el Roger van der Weynder de “El descendimiento de la cruz”. Obra realizada en 1443 bajo la nervadura dramática y personal de su autor. Tal es su dicción, cuya gestión y elección de soporte y materiales, ya denotan toda una suerte de intencionalidad en la que don Eugenio no entra en las páginas de su libro, ni en el comentario a “El Cardenal” de Rafael. Dos piezas, deudoras una de otra, de las más descollantes del Museo.

Es verdad, y también de mucho mérito, el reconocimiento del escritor entorno al Patinir de “El paso de la laguna Estigia”. Central, aunque no tanto para quienes admiramos la pintura holandesa con su capacidad de reflexión y hondura tal como se desprende de la ya referida e hija del quehacer de Rogier van der Weyden, tan rítmica y silente, y por ello, absolutamente eficaz, a la hora de testificar el rigor de una muerte que excede de la muerte, para hacerse colectiva y transmutarse en todo un discurso que tiene que ver con un humanismo muy preciso y, ciertamente, aplicable a las imágenes de las madres palestinas que vemos todos los días. En cualquier caso, diferentes a la ética calvinista de aquellos días, en los que conviven en la ciudad diferentes pálpitos, cuyo paradigma reformista adquiere visibilidad a través de las excelentes representaciones de iglesias (interiores y exteriores) pintadas por Pieter Yans Saenredam. Dos modos de aliento que habitaban en aquella geografía en la que también vivía Baruz de Spinoza, uno de los tres o cuatro ontólogos de aquel horizonte filosófico y, sin embargo, condenado a los 24 años de por vida a pulir cristales, tras ser excomulgado, en 1656, por la comunidad judía de Ámsterdam, bajo una pavorosa cadena de acusaciones, condena de la que la profesora Amelia Valcárcel dio cuenta en una ejemplar conferencia pronunciada en el Museo del Prado, en cuyo espacio la vuelvo a repensar ahora con destino a un carnicero que, tras usar a Hamás de manera de escudo y coartada, tiñe de sangre inocente la tierra Palestina.

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