Por mi culpa
Jaén ha dado un salto enorme en lo que a su gastronomía se refiere. Dicen las crónicas que nuestra capital alberga el mayor número de restaurantes con la prestigiosa Estrella Michelin por metro cuadrado. Hay quien ya se frota las manos con la causa del mangiare y aprecia una oportunidad de negocio en el turismo culinario. Todo esto ha empujado a los taberneros de la ciudad a refinar sus cartas y negocios, de tal modo que la lejía de la perfección ha acabado con el maravilloso olor añejo con que bañamos tantas noches emblemáticas de farra y tertulia. La nostalgia se desmaquilla en aquellos encuentros en que iban apareciendo nuestros bohemios más ilustres y de uno a otro vinillo saludábamos con brío cualquier asunto que se despachara en la urgencia de los periódicos o en la faldilla del cuentaversos. Cualquiera que en ese momento llevara boleto de aguardiente tenía pase para intervenir en la calurosa pero civilizada afrenta dialéctica. Pero hemos perdido todo eso. Las tascas han rescatado de las bodegas viejas mesas que sacar a la subasta de las aplicaciones y no queda espacio para la congregación de los solos que otrora dieron fuste y carisma a muchos rincones del Jaén más viejo. En una de esas, el pintor Carmelo Palomino dibujó una vez una copa en la madera de la barra del Gorrión con la tiza que usa Paco para poner la dolorosa al empate del penúltimo chelín. Carmelo tenía un poemario titulado “Por mi culpa, por mi culpa, por mi putísima culpa”.
Traigo su alegoría para ponerme a salvo de la formidable crispación que protagoniza la actualidad política de nuestro país, mientras el mundo celebra una oscura transición hacia el preocupante abandono de los grandes consensos que se consolidaron al amparo de los Derechos Humanos básicos, constituidos tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Mientras la ultraderecha asienta sus postulados en la posibilidad real de que su arbitrariedad totalitaria acabe por manejar los destinos de España nuevamente, con su estética ya desinhibida y abiertamente provocadora, la ciudadanía descreída asiste con desconcierto a este espectáculo que nos interpela profundamente en la responsabilidad de su correlato. El último de los acontecimientos sobre el que se han vertido ríos de tinta ha sido la condena al Fiscal General del Estado. Coincido con el planteamiento de algunos juristas que han cuestionado el hecho de que, en un asunto de máxima polarización, no contribuye al esclarecimiento de la naturaleza punitiva de los hechos, al que se debe todo estamento judicial, emitir una condena sin que se haya redactado la sentencia y con un criterio fracturado por las viejas sensibilidades que dividen —y no debiera— al alto estamento de la justicia española. Pero cabe preguntarse si, en esta ola de asedio político, el Estado no tiene otras herramientas que hubieran hecho posible contrarrestar la argucia del entorno mediático de la presidenta de la Comunidad de Madrid que dio origen a la causa juzgada y evitar la victimización de alguien al que se juzga por varios delitos de fraude y falsedad documental, lucrándose con el negocio de las mascarillas en los peores instantes de la pandemia.
Lo que duele es ver cómo en un delicadísimo momento para nuestra convivencia democrática, también la izquierda política soporta graves contradicciones: desde los casos de corrupción que afectan a los últimos secretarios de organización del PSOE, los trasvases del digo al diego del presidente Sánchez, como el filibusterismo retórico de los líderes de Podemos, que dilapidaron un botín de 71 escaños con sus diatribas entre el vivir como se piensa para acabar pensando como se vive, tensando elementos innecesarios de la sociología popular y rural española. Y mucho me temo que nadie levantará la bandera de la culpa cuando el cadáver de España sea engullido por esta nueva ola de extremismo recauchutado, pero siempre bajo el control de los mismos que siempre renegaron de la razón, de la igualdad y la belleza humanas.