Paranoias

14 sep 2020 / 16:38 H.
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Cuando dos individuos se aman, establecen complicidad y se prestan a vivir los marrones al unísono —vengan de donde vengan— construyen un planeta y colman de sentido la esclavitud que, por otra parte, supone tener que dormir cada noche junto a la misma persona. Cualquier clave distinta: los hijos, las penurias económicas, el miedo a la soledad o incluso la que dicta un deseo que parece único e irremplazable, cuentan con un desequilibrio mucho más acusado e ilógico, porque el disfrute de un planeta entero, con sus continentes, sus océanos y su infinidad de mares, ríos y cordilleras montañosas, transcurrido algún tiempo, no merma ni una chispa el ansia o la mera curiosidad por conquistar el resto del universo. Por tanto, llevado a lo práctico y palpable, el amor es una necesidad similar a respirar, comer, beber o ir, cada poco, al baño; de hecho, en numerosísimas ocasiones, engullimos el amor, lo digerimos y terminamos evacuándolo, a Dios gracias; una acción que, sin embrago, no nos quita el hambre. ¿Por qué ha de sorprendernos entonces que exista gente que decide emparejarse seis veces o diez o doce o veinte? ¿No resulta más extraña esa otra que solo lo hace una y se resigna a vivir estreñida? No todo va a ser follar, decía Krahe. Amar, puede que sí.

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