¡No nos quitéis la magia!
En tiempos muy prehistóricos me recuerdo con la nariz pegada al blanco y negro anonadado y divertido con el “tachín tachín” con el que Juan Tamariz solía terminar mientras simulaba tocar un violín imaginario. La magia era ilusión, sonrisa e imaginación. Utilizo el tiempo en pasado ya que hoy en la magia, los magos, han perdido ese baño de irrealidad que siempre les fue consustancial. A pesar de que nuevas generaciones como el Mago Pop, Anthony Blake, David Copperfield, Jorge Blass o el mago Yunke siguen ejerciendo la profesión por pantallas y escenarios hay un sentimiento general que, en las redes, se regodea en descifrar, desvelar y desenmascarar sus trucos, sus shows, sus trabajos. Solo hay que pinchar en Facebook, Instagram o la red que habitualmente sigamos para encontrarnos con “The Mask Magic”, Handlich, “Segal Magia”, o “El mago enmascarado” entre otros. Ellos se encargan, en ocasiones a cara descubierta, en otras escondiendo su identidad, de romper la magia en mil pedazos, como ese cristal que, una vez roto, nunca ya podemos recomponer.
¿Era necesario? Ya sabemos que la magia es ilusión, engaño consentido, admirado y aplaudido. Hemos disfrutado viendo actuaciones de magia desde nuestra más tierna infancia, a veces incluso en fiestas escolares, cumpleaños y programas de la tele y nos hemos quedado muy sorprendidos con desapariciones, apariciones y escamoteos limpios e indescifrables aun siendo conscientes de que siempre hay un hilo misterioso, una trampilla, una manga, un doble fondo, una cortina que nos impide ver la realidad pero que nos impulsa a creer por unos instantes que lo maravilloso es posible. Se decía que los magos nunca revelaban sus trucos, que era un círculo cerrado en el que protegían sus secretos, su supervivencia, su modo de vida y trabajo mientras nos sorprendían con el “más difícil todavía”. Hubo un tiempo en que aparecían conejos, palomas o pañuelos y se podían atravesar cuerpos con sables, cortarlos por la mitad, hacerlos levitar en el aire, cambiarlos en un abrir y cerrar de ojos o adivinar una carta señalada sin pestañear. Hoy, ese empeño en desvelar la ilusión, nos deja ver dónde estaban los conejos y las palomas, el soporte de la imposible levitación, las monedas escondidas “dedos” a través o las mil y una posiciones del cajón del que escapar con cadenas y candados interpuestos. ¿A qué se debe tal escarnio? ¿Tan difícil es dejarnos soñar con lo improbable? ¿Merecemos estas puñaladas a la inocencia?
Quizá, si nos paramos a pensarlo, todo forma parte de una confabulación que no solo se queda en esos truquillos de magia de espectáculo vespertino. En algún cenáculo de los que mueven realidades a placer tal vez se ha decidido que no podemos vivir con las alas de la ingenuidad pegadas a la espalda y al entendimiento. Que el candor de cuando fuimos niños debe desaparecer para siempre en aras de la cruda, desasosegante e hiriente realidad. Y para ello hay que destruir la virginidad de la mente abierta, soñadora, crédula si se prefiere, para alimentar almas de severa dureza, feroz e inquisitiva animosidad y ciega observancia del empírico devenir cotidiano.
Pues bien, me niego. Quiero seguir sorprendido, emocionado e ingenuamente fascinado por la magia, por la vida, por el amor, por todo eso que nos eleva del mundanal ruido.