Morante: Torería y verdad

07 nov 2025 / 08:23 H.
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Aveces, cuando se busca demasiado, o se estiliza hasta el límite, la belleza acaba perdiendo su esencia. Como si de un muelle se tratase —que si se estira más de la cuenta protesta con violencia y se contrae— la mirada vuelve a su sitio y comprende que toda imagen, si se ofrece tal cual, se percibe mejor cuando se presenta con sencillez, al natural. Morante de la Puebla ha sido eso: la naturalidad del arte. El estilo sin artificio. La elegancia innata, que no es algo que se usa. La elegancia se tiene, se es. Es verdad que hay destellos barrocos y platerescos en su toreo que pudieran parecer de artificio. Como lo es que todo arte requiere de técnica, de aprendizaje y de oficio. Es también evidente que para ser torero es imprescindible disponer de un valor del que la mayoría carecemos. No hay toreo sin valor, lo mismo que no hay arte sin riesgo. Tampoco hay que obviar que, tratándose como se trata de un rito, las reglas y los elementos litúrgicos no pueden ser soslayados. Ya sabemos que el hábito no hace al monje, eso es verdad, pero ayuda a identificarlo. Aunque lo que verdaderamente distingue a cualquier maestro es su manera de andar por la plaza y por la vida. Su personalidad. Y Morante ha caminado por el toreo de una manera especial: con sencillez y con profundidad, con empaque y con humildad, con misterio, pero con verdad. Y con la serenidad de quien sabe que sin sufrimiento no hay felicidad.

Hay toreros que hacen ostentación de su valor porque, o bien no les sobra el arte, o es imposible mostrarlo con lo que tienen delante. Y hay toreros que cuando sacan el arte que llevan dentro, no se les tiene en cuenta el valor necesario para expresarlo, porque el mismo arte lo esconde y lo tapa. Dicen que, en Joselito, el valor aparecía fácil por su poderío, y su conocimiento del toro y de la lidia. Y que, en Belmonte, era la estética del temple lo que producía ese estremecimiento que se siente algunas veces en la plaza. Morante ha sabido unirlos: la torería de Joselito y el “cargar la suerte” de Belmonte. Por eso es considerado ya un torero de los más completos de la historia, que viene a demostrar que lo lógico, lo clásico, también puede emocionar.

Por ponerle alguna pega —que se le ponen—, podría hablarse de su reiterada ostentación de posicionamientos políticos o ideológicos. Y que los toreros, como artistas que son, se deben a un público universal, y por tanto no deberían meterse en esos berenjenales. Pero tampoco vivimos tiempos de respeto y serenidad gubernamental, con políticos que, sin saber —tan solo por joder— arremeten injustamente contra la fiesta de los toros. Y cuando a uno le remueven sus amores o sus pasiones, no cabe la corrección ni el silencio. A veces, el corazón habla antes que la cabeza. Y en Morante, torero de talante y de talento, hay mucho de cabeza, pero cuenta más el sentimiento.

Morante ha sido genio y figura, pero también fragilidad. Porque hasta la propia enfermedad lo ha hecho más verdadero, más cercano, más artista y más humano. Como Van Gogh en la pintura, o como el propio Belmonte en su soledad, su locura ha tenido la forma de una lucidez distinta. Y su arte, que puede tener de otros, no ha sido imitación de nada, sino expresión de lo que siempre ha llevado dentro. Que la vida le depare tanta felicidad como la que nos ha dado a nosotros pudiendo verlo torear.

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