Más literatura, más vida
Me asalta en un dominical un artículo sobre las penas de un profesor de Bachillerato para conseguir que su alumnado “lea”. Suena demoledor. Se le había ocurrido a Isidro, que así se llama este docente, recomendar la lectura de la “Breve Historia del Mundo” de Gombrich a chavales de 17 años a punto de entrar a la Universidad. ¡Amatema! ¡Sacrilegio!
¿Cómo que “breve”? gritó la muchedumbre. ¡Es un tostón de más de 300 páginas! ¡No vamos a leerlo! En tiempos pasados eso sería un motín que acarrearía consecuencias. Hoy, el profesor hubo de preparar un resumen de la obra de escasa extensión y repartirlo a los amotinados que habían planteado su acción como una objeción de conciencia. Pero no acaba aquí el dislate.
La AMPA y la dirección del centro indicaron que no había que traumatizar a los alumnos y que buscase formas menos impopulares en su labor educativa.
“He perdido”, manifestó. Pero los que más pierden son los alumnos y alumnas. Hemos llegado a considerar que, socialmente, el hecho de plantear la lectura obligatoria de un libro sea una especie de imposición fascista”. Las nuevas generaciones leen tuits, resúmenes de prensa o post en las redes, pero están —generación zeta les llaman algunos— perdidos para la lectura. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? Un universitario razonablemente formado debería tener la sana costumbre de leer libros extensos, densos incluso, pero no están habituados.
El sistema ha ido fallando casi desde la finalización de la Primaria en la que, todavía, la lectura es un empeño tanto de padres como de docentes y que abre a los niños y niñas parcelas de su formación que son imprescindibles. Al ir escalando en el sistema educativo la lectura se va desvaneciendo en aras de la adquisición de conocimientos y habilidades (más de las últimas que de los primeros) y eso conlleva la pérdida del hábito lector y, lo que es peor, el retroceso imparable en los niveles de comprensión lectora. Las redes, las pantallas, envían infinitos estímulos que afectan a la capacidad de atención y convierten a los jóvenes en “lectores” impacientes, inconstantes, dispersos y poco dados a la concentración y el análisis que la lectura necesita y merece. Hay estudios que deberían hacer saltar todas las alarmas: uno de cada cuatro alumnos en torno a los quince años
no supera el nivel 2 de competencia. Vamos, que no entienden lo que leen y la disfunción sigue aumentando.
¿Soluciones? Se barajan varias. Una de ellas es bajar el nivel. Terrible propuesta que ha ido vaciando los sistemas educativos en aras de un mal entendido progreso basado en una serie de variables de incomprensible utilidad, pero de fastuosa elegancia en los “papeles” oficiales. Se publican libros y colecciones de literatura “barata” no por su precio sino por su calidad escasa y ramplona. Novelas de consumo rápido que poco o nada aportan y, si lo hacen, no podríamos estar seguros de la bondad de ese beneficio. Crecen posturas que abogan por no dejar morir la literatura que, de un tiempo a esta parte, ha llegado a ser una asignatura residual. Hay toda una generación de estudiantes que están creciendo
o han crecido ya totalmente ajenos a la literatura que nos ha hecho llegar hasta hoy. El
patrimonio literario del que somos hijos les es completamente ajeno.
Las grandes obras han de ser conocidas, asimiladas y puestas en ese valor que nos abrirá las puertas del pensamiento crítico, de la sensibilidad, de la comprensión de lo que nos rodea y que nos proporcionará valiosos instrumentos para calibrar nuestra inmersión en el mundo, en la vida. Recuerdo haber leído no hace mucho un artículo titulado “La muerte anunciada de la literatura”. Caminamos, afirmaba, por un desolador escenario en que las aulas están cada vez menos provistas de profesores capaces de transmitir la riqueza literaria y de formar lectores críticos”. ¿Qué nos queda entonces si el sistema, el profesorado y el alumnado no apuestan por la lectura, por la literatura? Todas las respuestas que se me ocurren son terribles.