María del Señor

    27 jun 2022 / 16:32 H.
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    La historia de Mari necesita otra vida. No porque la que ahora protagoniza no resulte hermosa, interesante e intensa, sino porque está tan íntimamente ligada a otras historias y vidas que no puede terminar de desplegar las alas. Y volar, o contar al menos con la posibilidad de hacerlo, es algo que a todos nos gusta.

    Tampoco le pertenece a ella por entero la autoría del guión. En el ámbito rural sus circunstancias componen un modelo que se viene repitiendo desde el principio de los tiempos, y cuando alguna moza lo rompe, porque sale a formarse y al finalizar sus estudios se ve abocada a quedarse en la ciudad si desea dedicarse a lo suyo, se origina un acontecimiento capaz de generar alegría y tristeza a partes iguales, porque se traduce en algo parecido a lo que entendemos por prosperidad, aunque la prosperidad, en tantísimas ocasiones, se acabe revirtiendo en una simple piedra en el zapato.

    El oficio de Mari es cuidar a sus padres. Y lo ha aprendido de su madre que, a su vez, lo aprendió de... Ya sabemos que esta clase de labores ni cotizan ni generan emolumentos y que la gratitud que se les presume, al poco, suele verse absorbida por la mera costumbre. No obstante, pocos temores en el aspecto económico, aquí las madres no solo enseñan a fregar y a poner el puchero. Cualquiera de nosotros no duraríamos un minuto sin un sueldo mensual, Mari, llegado el caso, se las ingeniaría perfectamente para bajar las persianas del mundo.

    Hoy, dice que ha hecho tres comidas: una lubina al horno para Aquilino —un vecino mayor al que también le presta su cuidado—; un ajo harina para sus padres y ella; y otra cosa más, sobre la que no me ha dado detalle, para su hermano Antonio. Hoy, también dice que su madre se ha orinado encima dos veces y que pronto nos avisará para que friamos lomo de orza. Y a cambio de un geranio y unos clavelones nos ha dado habas, huevos y ajetes. Hoy, como ayer y mañana.

    María del Señor

    La segunda parte de la historia de estas mujeres empieza tarde, cuando ya no queda ni el más leve atisbo de primavera. Y, por lo general, los planes que venían tejiendo para cuando llegara el momento de desplegar las alas, se postergan en aras de otro tiempo que ya no será. La razón imagino que obedece al terruño y a la fábrica con la que todas y todos cargamos en la cabeza, a pesar de los pesares.

    Tenerlas cerca provoca un sentimiento contradictorio, como el de esas chicas que trabajan en un hospital, en una escuela o en un supermercado a trescientos kilómetros de su pueblo, y a las que la prosperidad, sempiternamente, se empeña en meterlas en un atasco cada vez que se encaminan o regresan del centro de salud, del colegio o del súper. Sin ser seres divinos, son gente en la que creer.

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