Los “argumentaristas”
La de “argumentarista” es una profesión al alza, sin duda. Cada partido necesita mantener su “relato” por encima del resto y, sobre todo, por encima de la verdad, excluyéndola si menester fuese. Para ello es imprescindible un “rebaño” de argumentaristas, entendido como sinónimo de grupo encauzado en una sola dirección de opinión y manipulación.
Si lo pensamos, es un oficio difícil para el que se necesita disponer de conciencia laxa, ideas fluctuantes, ideología prístina y, especialmente, cara dura. Sí, se necesita carecer del más esencial de los escrúpulos, del filtro de la sensatez, de una ética más o menos estricta, del pudor ante lo inaceptable, de la moralidad en su más amplio espectro o, sencillamente, tener las neuronas lo suficientemente “dirigidas”, incluso las pituitarias, como para poder afirmar lo que afirman sin que un ligero tinte “colorao” se abra paso en sus mejillas.
Los argumentaristas son aquellos que ofrecen, previa solicitud del líder, cabecilla, asesor en jefe o superior jerárquico, a todos —y todas— los que han de dar la cara en los medios o ante audiencias de distinto calibre, un catálogo de afirmaciones tendentes a enderezar el rumbo, aclimatar vendavales, evitar que el tanto se lo apunte el contrario o, en el mejor de los casos, distribuir ruedas de molino en sus muchas variedades para que puedan comulgar con ellas aquellos a quienes se las dedican, es decir, nosotros, el “pueblo”.
Y para ello no se privan de nada. Ni los argumentaristas ni quienes difunden sus argumentarios. Es un círculo vicioso, un ciclo sin fin, una rueda como la de los pobrecillos roedores que giran y giran en su jaula. Sería interesante poder observar la cara de intenso placer del argumentarista cuando ve, escucha, intuye o se percata de que sus palabras están siendo pronunciadas, en cascada, por una ministra de cualquier ramo, un asesor de renombre, un periodista dado a extender mano y bolsillo, una directora general, un editorialista del oficialismo o, —ya palabras mayores— el presidente del Gobierno o una de las autoridades “premium” como las que presiden las cámaras o los parlamentos de las autonomías de la piel de toro.
El gozo de estas personas ha de ser inmenso cuando, con apenas horas de diferencia, los prebostes indican que tal o cual ley es inconstitucional para colocarla bajo el manto constitucional sin mayor problema al darse la vuelta y afirmándolo con el aplomo que el argumentarista ha diseñado en su diabólico plan. Y no solo dando vueltas a la constitucionalidad. En ocasiones se afirma que nunca, jamás, se hará tal cosa, pero, argumentario en mano, se descubre que sí, que se podía hacer, que se hace y que todo aquel que se refiera a la primera opción está equivocado, es un fascista de tomo y lomo o difunde barro, lodo y esos mil otros sinónimos de bulo a que tan aficionados son la mano del argumentarista y la boca del político de turno. Un día le niegas a alguien un concierto económico y al día siguiente se lo concedes a otro. Sin rubor ni vergüenza gracias al argumentario que te pasan bajo la mesa.
Lo que te parece delito una mañana resulta ser un modelo de comportamiento a la hora de comer. Las corruptelas que la justicia te descubre solo te sirven para atacar al juez y no para enderezar la senda. Si una ley no te gusta, la cambias y nos cuelas, de nuevo, las sabias, justas, melosas y “vomitivas” afirmaciones del argumentario confiando o asegurando plenamente que quienes las recibimos somos portadores de altos grados de irracionalidad y que las daremos por buenas si, claro, coinciden con la ideología que las promueve. Ah, he ahí el quid de la cuestión: el océano ideológico compone las aguas en las que navegan los argumentarios y, por tanto, la vida diaria del político anclado antes a su poltrona que a la existencia del ciudadano que le pide soluciones a sus problemas cotidianos. La realidad va por un lado y las afirmaciones del político con su argumentario bajo el brazo, por otro.