Las Perseidas
En las tibias noches de agosto, cuando el verano parece adormecido, el cielo se puebla de viajeros efímeros. Arropadas en fabulaciones colectivas, son llamadas Perseidas (en honor de un mito griego), y más adelante “lágrimas de san Lorenzo” (según una leyenda cristiana). Ese polvo cósmico que arde al surcar la atmósfera en vertiginosa carrera enciende nuestra imaginación, como lo hacen la Luna y los demás cuerpos celestes. Al seguir con la vista sus estelas incandescentes, sentimos el impulso de formular un deseo, igual que lo haríamos ante la súbita aparición de divinidades del cielo. Les concedemos un poder casi sagrado, la capacidad de alterar el curso de nuestras vidas; y, frente a ellas, se nos revela la fugacidad de lo humano, nos asalta la nostalgia, y viejos recuerdos resurgen lubricando nuestra frágil memoria. Acostarse bajo las estrellas, en compañía de amigos o seres queridos, es ya en sí una forma de comunión: un puente entre lo humano y la inmensidad nocturna, una sensación de pertenencia a la naturaleza, de vínculo con el misterio de la vida. Julio Llamazares lo expresó con precisión en su novela. Platón, por su parte, llamó al ser humano “planta celeste”. Y eso somos: con la cabeza orientada hacia el cielo y los pies firmemente enraizados en la tierra.