Las gafas
de carey
La pensión de la Remedios llegaba tarde, y era tan escasa que no llegaba a más de medio mes. Se declaraba católica, sin saber qué era eso. Imaginaba equivocadamente que eso sería ser como eran las otras: malas de nacimiento y ladronas de conocimiento. Creía en la Virgen y en don Julián, el párroco. Reme le hacía pestiños y una tinajilla de aceitunas por año nuevo. Cuando el agobio del mundo la derrotaba, Reme iba a refugiarse al confesionario. No sabía ella qué era pecado y qué no, de manera que echaba todo el revoltijo por la rejilla del confesionario. El buen cura espigaba. E iba afirmando, esto sí. O negando, esto no. O regañado, esto te lo has inventado Reme. El párroco vivía con su hermana que abrazó la soltería para cuidarlo “Tú, Clara, nada de novio; tú —dijeron sus padres— a cuidar de tu hermano, como Dios manda” La Reme y la Clara no hacían buena yunta. Reñían por atender a don Julián una mejor que otra. Reme era muy fantasiosa. Inventó que tenía unas gafas de carey, y que las había perdido y no sabía dónde. Nadie echó cuenta de las gafas, porque la Reme inventaba cosas. El problema fue cuando a los seis meses de perderlas aparecieron las gafas que Reme nunca había tenido.