La vida del libro
La vida de un libro comienza mucho antes de tener forma y después de arder vivo, vive aún. El corazón de un libro comienza a latir unos meses antes de asomar al mundo, ya entonces tiene vida propia y se convierte en alguien importante en la vida del autor que espera darle protagonismo cuando aparezca en el escaparate del librero. Con las primeras líneas de letras que salieron de la impresión digital, el libro comenzó a vivir y fue creciendo hasta que el autor puso el remate final a la última línea. Hasta entonces la vida del libro la conocía solamente quien le sopló la primera palpitación y a continuación
le insufló un espíritu independiente que vio la luz o tomó forma en el preciso instante de entrar en la imprenta, aunque el espíritu del libro latía en el cerebro del autor antes de escribir la primera cuartilla o página de Word.
También creo que el contexto no tiene espíritu hasta que no transcurre un periodo de gestación del libro. Lo primordial de la creación literaria surge cuando el espíritu del libro se apodera del autor y de cada uno de los pensamientos y recuerdos de su vida; y de las personas que conoció o de las experiencias que le motivaron para escribir sobre la marcha en el vasto escenario de la vida, esa que le sugirió la idea de iniciar un libro partiendo de neófitos personajes que habitaban en su mente y en la realidad que los vio nacer. Nueva creación literaria dotada de los elementos imprescindibles para peregrinar por el tiempo y el espacio: ¿Cuándo urdió el autor las primeras frases que le llevaron a escribir un libro?, ya fuese en el entramado novelesco o en uno de tantos ensayos que describieron al finalizarlos, lo inmensamente entristecedor que es ver morir de hambre a un niño; o aquellas otras historias apasionadas y azarosas que le obligaron al escritor a preguntarse por qué parió cada uno de sus libros y la respuesta es simple: porque sentía la imperiosa necesidad de escribirlos. El escritor necesita escribir libro tras libro para echar fuera los demonios que turban su espíritu, tan es así, que a veces escribe a sabiendas del dudoso valor literario de ciertas obras que asume como un mal inevitable porque le es preciso escribir, ya sea por temperamento, o incluso por ese hecho vocacional que es lo que da alas a la voluntad, la misma que se queja de que no tiene tiempo porque debe ocuparse de las cosas cotidianas, pero en mi caso, diré en mi descargo, que yo, afición, tengo mucha.
Claro que la afición es adictiva y puede convertirse en un imperativo que no cesa hasta la muerte. ¿Por qué se escriben libros que no interesan a nadie? Ni siquiera al mismo autor que siente que lo que le ha motivado para escribir no es sino un enfrentamiento consigo mismo. Y de no ser así y si el tiempo hubiese corrido hacia atrás, y se viese falto del estímulo de escribir, hubiese roto a llorar por ser un pensador que no se atrevió a escribir y no quiso dar forma a unas líneas que tuvieron la oportunidad de describir la más palpitante de las realidades. Me alegro de que el espíritu de la escritura me obligara a hacer lo que hago. Me contento con haber ido hacia adelante y haber vivido al albur de un destino bonito por impredecible. Si empecé a escribir fue para que tú, lector, te interesaras por una obra literaria que no pretendía sino cercar y no dejar ir a una serie de ideas que pedían escribir una obra acertada y concisa.