La revolución de mirar despacio
Hoy la mañana se ha despertado con olor a gloria y dulces recién hechos. Una mezcla de harina, espera y tradición que solo existe en los días grandes del pueblo. La casa se ha llenado de infancia, y en la calle, el aire es tibio, y los pasos, lentos. No importa si llueve o luce el sol: aquí, todo tiene un ritmo distinto, como si el mundo se hubiera quitado el reloj y, por un instante, recordara qué significa vivir despacio.
Vivimos entre tantos estímulos que hemos dejado de mirar. Nos despertamos con el móvil en la mano, leemos titulares sin respirar, respondemos mensajes mientras caminamos y acabamos el día con la sensación de no haber estado realmente en ningún sitio. Como si todo pasara, pero nada calara. Como si hubiéramos sustituido la experiencia por una distracción permanente.
Lo más grave no es la prisa, sino el olvido. Hemos olvidado cómo era asombrarse: quedarse quietos, en silencio, ante una abeja que danza sobre una flor como si todo el mundo dependiera de ese gesto, o ante una hormiga que, sin ruido, arrastra una vida entre los pliegues de la tierra.
Esa capacidad de asombro —que alguna vez fue nuestro modo natural de estar en el mundo— se ha ido erosionando, como una piedra que el agua del hábito va puliendo hasta dejarla irreconocible.
El asombro no es una distracción, ni una ingenuidad, sino una brújula que nos orienta en medio del ruido y nos recuerda lo que verdaderamente es importante. Al mismo tiempo nos devuelve a lo que es esencial.
En un mundo que idolatra lo inmediato; mirar despacio es casi un acto de rebeldía, pues este acto exige estar presente. Implica conmoverse con lo cotidiano y recordar que lo que realmente sostiene una vida —el amor sincero— no suele aparecer en las redes, ni se mide en estadísticas.
El ruido —visual, sonoro y emocional— se ha instalado en nuestras vidas con tanta naturalidad que ya ni lo notamos. Ese ruido, está en la sobreinformación, en las pantallas que no se apagan, en la urgencia constante de estar ocupados. Se nos cuela sin pedir permiso, como una corriente que todo lo arrastra alejándonos de nosotros mismos. Sin embargo, seguimos adelante, como si vivir así fuera lo normal.
Asombrarse es volver a habitar el presente. Pero ahora, lo fugaz se ha vuelto norma, por eso no existe gesto más radical que detenerse a observar y escuchar. Escuchar una conversación sin mirar el reloj, sentir cómo cambia la luz al final de la tarde y agradecer.
Puede sonar ingenuo hablar de esto con tanta solemnidad. Pero ¿cuántas veces al día sentimos que algo se nos escurre entre los dedos? Quizá no nos falte tanto como creemos. Quizá nos falte mirar. Quizás solo nos falte estar.
Cuando una recupera la capacidad de asombro, empieza a distinguir lo que pesa de lo que solo ocupa espacio, lo que acompaña de lo que distrae, lo que deja huella de lo que se borra nada más pasar. Volver al asombro es volver a lo que somos. A esa parte intacta que, entre tanto ruido, sigue buscando un sentido. Es volver a la niña que se quedaba mirando el vuelo de una mariposa, convencida —con razón— de que en ese instante habitaba algo sagrado.
Quizá, si recuperamos esa mirada, también recuperemos algo aún más difícil de encontrar: una forma más verdadera, más serena y más viva de estar en el mundo. Una forma menos ruidosa, pero infinitamente más llena de sentido.