La religión

    06 oct 2022 / 15:59 H.
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    No es cosa buena, sana ni santa desafiar a Dios o al diablo. Si existieran, que sí existen, la potestad de éstos excede, no es parangonable, a la del hombre, cuyo último destino —para el no creyente— es la fría soledad de una tumba. La impotencia espolea la soberbia de éste y gritará con ira contra quien ha dispuesto traerlo a la vida para quitársela tan tempranamente. Aunque los místicos descubran manifestaciones de Dios en cada cosa, “buscando” y “queriendo ver”, nadie sin embargo responderá explícitamente al hombre. Este silencio es el segundo drama. El primero es la autoproclamación de sí mismo, su reconocimiento como cosa perecedera, no transcendente, estrella fugaz, algo que luce un momento, se consume y desaparece, polvo en el polvo. Rico o pobre, amado o temido, finiquita en el lugar común a las especies. Decae ante su principal, la especie. Ésta es la que importa, no el individuo. Entonces una voz meliflua, una voz cálida, la voz de Mefistófeles, enuncia la sibilina respuesta al ¿y yo, qué? Que plantea el hombre, a quien declara que hay otros destinos para “iniciados” Y el hombre prestará oído a aquella religión, elaborada y ajustada a la precisa medida de sus necesidades.

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