La plaga invisible

07 jul 2025 / 09:17 H.
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Hoy, en este domingo en que apenas ha comenzado el verano y las temperaturas ya rozan los cuarenta grados, me asalta una preocupación: las personas mayores que viven solas. Ellas y ellos son los más vulnerables, aunque no los únicos. Hay quien, sea cual sea su edad, camina por el mundo como un cromo suelto dentro en un álbum: se desliza, cae al suelo, y nadie parece reparar en su ausencia. O quizá sí los miran, pero no los ven, porque llevan una sonrisa cuidadosamente dibujada en el rostro. Fingen a diario para que nadie advierta el infierno que las envuelve.

Ser feliz parece una obligación en esta era de escaparates permanentes. La tristeza no tiene espacio. La soledad, aún menos. Pero existen. Laten. Y deberían salir a la luz. No para dramatizar, sino para ser miradas de frente, comprendidas, atendidas. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de que se enquisten y se conviertan en una enfermedad crónica del alma.

Por eso, hoy quiero sacar de paseo esa plaga invisible que nos asola sin que apenas sepamos nombrarla: la soledad.

Hay un tipo de soledad que no hace ruido. Se instala en mitad del gentío, camina por pasillos iluminados, sonríe en las fotos. Es una soledad que aprieta las costillas cuando se apaga el bullicio, cuando todos se marchan y tú te quedas.

Imagina un teatro vacío tras la función. Hace apenas unos minutos, el estruendo de los aplausos te envolvía: eras la protagonista. Ahora el público se ha ido, las luces se apagan y solo queda un foco sobre ti. De pronto, la emoción de antes se convierte en silencio insoportable. Y ahí estás, en el centro del escenario, atrapada en una escena que ya no tiene sentido.

No entiendes cómo has pasado del cielo al infierno con la rapidez de un halcón. Pero esa soledad nace de no sentirse vista de verdad, de dar más de lo que se recibe, de fingir que todo está bien por miedo a incomodar o a parecer frágil. Nace de rodearse de personas con las que no puedes compartir lo que de verdad importa, de sostener conversaciones sin alma, de habitar un mundo que premia la imagen y castiga la vulnerabilidad. Estamos cerca, sí, pero solo de una forma física. Cada vez más atrapados en un mundo individual y egocéntrico que nos aísla. Y en ese espacio entre lo que mostramos y lo que sentimos, es donde crece la soledad más honda.

Allí, en ese hueco invisible anida. Se arrastra por las horas sin hacer ruido y va rompiéndote por dentro, despacio. A veces, incluso, sientes que te vuelves transparente. Otras, que vives como parte del mobiliario: una pieza decorativa que todos admiran pero nadie observa de cerca, nadie pregunta si tiene alguna grieta.

La soledad no elegida es una grieta que se abre poco a poco. Al principio no duele, pero un día te descubres al margen. Percibes que ya no formas parte del círculo en el que antes te sentías a salvo. Nadie te busca como solía hacerlo. El teléfono permanece en silencio. Si desapareces un rato, nadie parece notarlo.

Y entonces te preguntas por qué. Si tú no has cambiado. Si sigues siendo quien eras. Pero tal vez sí ha habido un cambio. A veces no lo advertimos, pero lo que antes nos ilusionaba ya no lo hace, los lugares que frecuentábamos dejan de reconocernos, las personas que creíamos fundamentales siguen su camino sin mirar atrás. O tal vez sí hemos cambiado, y estamos iniciando —aunque no lo sepamos— una nueva etapa.

Quizás algunas relaciones solo se sostenían por costumbre, conveniencia o necesidad. Y cuando esa necesidad desaparece, también lo hacen quienes la alimentaban. Duele, sí. Pero tal vez no era un afecto verdadero, sino una presencia condicionada. A veces, perder eso es el primer paso para encontrarse de verdad.

Aprender a habitar la soledad también es un acto de valentía. No se trata de resignarse, sino de transformarla en un espacio fértil. Preguntarse: ¿qué quiero? ¿qué necesito? ¿qué merezco? Es una oportunidad para crecer, para soltar vínculos frágiles y abrirse a otros más verdaderos, que no se rompan al primer roce. El momento de no aferrarte a nadie más que a ti misma. De buscar compañía cuando lo sientas, no solo cuando te llamen. De tender la mano sin miedo, mostrando tu vulnerabilidad como una forma de verdad, no como una carencia. Porque aceptar nuestras grietas, reconocerlas sin vergüenza, también es una forma de belleza. Eso nos hace humanos, nos vuelve únicos. Y quien te quiere de verdad, no huye de tus sombras: las abraza contigo. Ser fuerte no es disimular lo que somos, sino tener el coraje de mostrarse entero, sin filtros ni armaduras.

Por eso, en este domingo de fuego, he sacado la soledad del cajón donde se guardan las palabras que incomodan. La considero una plaga invisible que callamos demasiado y nos taladra las sienes. Hoy la nombro, porque nombrarla es empezar a deshacerla.

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