La luz que nos ciega

    23 may 2022 / 17:05 H.
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    Hace algunos años, fantaseaba con mi amiga Carmen López sobre la idea de un mundo sin luz, que los magnetotérmicos tomaran al fin conciencia de nuestra falta de claridad y decidieran dilapidar su existencia saltando todos al unísono y para siempre a un abismo sin posibilidad de redención, obligándonos de esa manera a regresar a la sana oscuridad que impone la noche, esa clase de tonterías que se piensan sin calibrar los miles de problemas que traería consigo un apagón de ese calibre, proyectando solo un puñado de ideales: las conversaciones a la par de la lumbre; el libro en lugar del teléfono móvil; la vida de verdad o toda la vida que coge en una habitación, en vez de esas otras vidas que guardan perfiles que casi nunca nos permiten mirarlos de frente. Duró poco aquella ilusión, apenas unos minutos; ambos entendíamos y entendemos que esa luz que pende de un hilo y que nos separa de lo que más cerca tenemos, probablemente, simboliza mejor que cualquier otro invento la libertad, porque nada ni nadie nos impide presionar el interruptor y apagarla. Algo así como el chocolate que nos engorda y seguimos engullendo, a pesar de los pesares, o como esa gente que acude a las urnas y elige, libremente, ser menos libre.

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