La Iglesia y Francisco
El dramaturgo José Ruibal decía en 1981, desde su apartamento madrileño próximo al Palacio de Las Cortes, que “en España somos estúpidamente laicos”. José Ruibal fue el padre de la vanguardia teatral española, el autor que incorporó la estética de las obras de Ionesco y Samuel Beckett a nuestra escena. Vivió muchos años en Estados Unidos en una especie de exilio interior y profesional, y allí estrenó sus piezas porque aquí no le hacía caso nadie. Lamentaba que España estaba rompiendo con la tradición católica de su cultura, forjada durante siglos, y que tal ruptura atentaba contra las raíces más hondas de la cultura del país. En esos años aún se leía a los místicos —aunque solo por parte de una selecta minoría—, Teresa de Ávila —impresionante escritora y pensadora— y San Juan de la Cruz, ahora absolutamente olvidados. España ha roto poco a poco, pero de manera contundente, con su tradición —palabra envuelta también ahora en malditismo— católica, ajena a que la tradición ayuda a recuperar el porvenir, y el porvenir hay que recuperarlo siempre. José Ruibal era un escritor de izquierdas, no creyente, siempre atento a la última estética teatral europea, pero voraz lector de los clásicos españoles y de Santa Teresa. En su obra ‘El hombre y la mosca’, estrenada en 1982 en el María Guerrero de Madrid, asomaba la vanguardia europea pero el contorno la ponía Calderón de la Barca. Estúpidamente laicos. La religión se ha convertido en una reliquia en España y en casi toda Europa, pero como nos recuerda Víctor de la Fuente en un reciente artículo periodístico “en el conjunto del planeta la población católica se ha cuadruplicado desde 1910, pasando de unos 290 a 1.400 millones. Cada día hay más católicos y cada día los papas son más escuchados”. El catolicismo vive un extraordinario momento de auge en África y Asia.
Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, no tocó nada de la doctrina cristiana durante su pontificado, fiel a esa premisa de la lentitud de los cambios en la Iglesia, cambios pausados y muy meditados, que ha hecho sobrevivir a la institución durante 2025 años, pese a los importantísimos problemas internos y externos que ha debido afrontar, pero Francisco abrió puertas y ventanas del Vaticano, hizo que entrara el aire fresco y esa alegría intensamente azul del cielo de Roma, estuvo permanentemente cerca de los más desfavorecidos, aproximó la Iglesia a los homosexuales y a los “trans”, a los migrantes, y buscó mayor protagonismo para las mujeres. Escuchó a todos. Quizás no era un gran experto en Teología, pero escribió constantemente libros, inspirados en el Evangelio y en la realidad de la vida, como el último, titulado “Esperanza”, recientemente editado, en el que expresa: “Los mejores días todavía no han llegado. Para nosotros los cristianos el futuro tiene un nombre y este nombre es esperanza”. Porque Francisco también fue, sí, el pontífice de la esperanza. Lo llamaron el ‘Papa de los pobres’. Estúpidamente laicos, decíamos. La palabra Dios aparecía antes constantemente en las conversaciones cotidianas de la gente. Algo que los católicos deberían recuperar. A mi abuela, cuando alguien le daba los “buenos días”, respondía: “Nos dé Dios”. Tuve una tía que cuando sus sobrinos hacían una trastada, exclamaba: “¡Jesús, María y José!”. Cuando algo no salía según lo esperado: “Válgame Dios”. En un momento de indignación se decía: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Y aquí termino el artículo. Queden ustedes con Dios.