La arquitectura del silencio
Hay personas que, sin proponérselo, se convierten en el pulso secreto de un lugar. José Miguel es una de ellas. Arquitecto Técnico Municipal de Beas de Segura y presidente de la Asociación Cultural Desatino, ha hecho de su vida un diálogo constante entre la memoria y el porvenir. En él se cumple esa coherencia poco frecuente entre lo que se ama y lo que se hace, entre el origen y el destino.
De niño, pasaba las tardes en la terraza de sus abuelos, en el barrio de La Plazuela, observando las piedras del castillo que corona el pueblo. Donde otros veían ruina, él veía murallas, cimientos, torres desmochadas. Esa mirada temprana, capaz de ver belleza donde nadie la sospechaba, fue su primer aprendizaje. La arquitectura no llegaría aún, pero ya estaba sembrada en su imaginación: una vocación sigilosa que brotó del asombro, como quien descubre en una ruina la promesa de un hogar.
Después vendrían los años de estudio, las dudas juveniles, las decisiones que van trazando caminos. José Miguel se formó en Granada, en Valencia, en Roma y en Toronto. Aprendió en aulas y obras, en archivos y andamios, en lenguas distintas pero con una misma pasión: la de comprender el valor de lo construido. En Roma, en la Universidad de La Sapienza, investigó la intervención barroca en la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, rodeado de la arquitectura que respira siglos. Allí comprendió que conservar no es mirar atrás, sino rendir homenaje al tiempo con formas nuevas.
Con el tiempo, aquel sueño infantil se convirtió en una vocación tangible. Regresó a España con una maleta llena de mapas, apuntes y certezas, sin imaginar que el viaje más importante sería el de vuelta a casa. Volvió a Beas en 2010, sin trabajo, dispuesto a ayudar a su familia en la recogida de aceituna. Aquella etapa sencilla, lejos del vértigo de la ciudad, fue una forma de reconciliación. Entre el olor del campo y la cercanía de los suyos entendió que el verdadero éxito no siempre se mide en ascensos ni en grandes proyectos, sino en la paz de pertenecer a un lugar.
Hoy, como arquitecto municipal, José Miguel dibuja la Beas del presente con una mirada que une técnica y emoción. Sabe que en los pueblos cada decisión pesa. Un muro rehabilitado es memoria. Una plaza recuperada es el latido de una comunidad. Un sendero que se abre es una forma de reconciliarse con el paisaje. Su tarea no consiste solo en diseñar, sino en educar, explicar, convencer. “Desde el respeto, todo se concilia”, dice con calma. Y ese respeto, que no es pasividad sino diálogo, impregna cada proyecto. En su día a día hay planos y licencias, pero también conversaciones con vecinos, historias de calles, manos que agradecen.
Su concepto de belleza es amplio y profundo. La encuentra tanto en lo visible como en lo inadvertido: en la armonía de un conjunto, en la luz que entra por una ventana, en un muro de piedra seca que resiste en mitad del olivar. Le llama “arquitectura del silencio”, porque en ella late la sabiduría de lo artesanal, lo sostenido por generaciones. También en la modernidad busca sentido y equilibrio. No proyecta para impresionar, sino para integrar. Cada obra es un intento de armonía entre lo humano y lo natural.
De su impulso surgió también el reconocimiento del valle del río Beas como Paisaje de Interés Cultural, un proyecto compartido con el arquitecto Javier Muñoz Godino. Allí, donde el agua y el olivo dibujan una geografía de sosiego, José Miguel ha sabido ver un patrimonio vivo. “El paisaje no es un decorado”, dice. “Es una responsabilidad”. Y esa conciencia lo ha convertido en uno de los guardianes más lúcidos del territorio.
Pero la belleza que levanta no se limita a la piedra. Desde hace una década, preside El Desatino, una asociación cultural que ha devuelto la palabra y la emoción a plazas y aldeas. El nombre, inspirado en Santa Teresa —que llamó “desatino” a fundar en un rincón tan apartado y, aun pareciéndoselo, vino—, encierra una paradoja luminosa: lo que un día pareció locura hoy es una forma de sabiduría. Bajo su presidencia, el grupo ha representado obras de Lorca, creaciones propias como Traición o Los mejores días de mi vida, y pequeñas piezas que acercan el teatro a los niños y a los pueblos más alejados.
Las noches de función en Beas son ya una imagen habitual: trescientas sillas en un parque, el murmullo previo, los focos improvisados, los aplausos compartidos. José Miguel lo vive como una extensión natural de su trabajo: construir también desde las emociones. “El teatro nos ha hecho más comunidad”, confiesa. No hay nada de presunción en su tono. Habla con la serenidad de quien ha comprobado que el arte, cuando nace de lo cercano, transforma de verdad.
Por eso, un viernes cualquiera en Beas basta para desmentir la arrogancia de las ciudades. Aquí, la belleza no se programa: florece. No se exhibe: se comparte. Crece despacio, entre las manos que la cuidan. En cada proyecto, en cada obra, en cada representación hay una misma voluntad: la de dignificar lo común, la de demostrar que un pueblo puede ser también un lugar de vanguardia moral y estética.
Cuando José Miguel cita los versos de Santa Teresa —“Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa...”— no lo hace como quien repite un rezo aprendido, sino como quien ha encontrado en esas palabras una forma de estar en el mundo. La suya no es una historia de nostalgia, sino de plenitud. La plenitud de quien ha comprendido que el futuro también se construye en los pueblos; que la belleza puede nacer en silencio, y que lo que permanece no es lo más grande, sino lo más verdadero.