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    22 ene 2024 / 13:20 H.
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    La conocí, mejor dicho, no la conocí en una noche de carnavales en Cádiz. Iba vestida de blanco con el pelo rubio dorado y ensortijado. Sola. Las calles de Cádiz se convierten en un marasmo de gentes empujándose para llegar a las plazas pequeñas donde se llevaban a cabo las distintas actuaciones de las chirigotas y los coros. En cada plaza había una barra dispensadora de cervezas y otros caldos, y en una de ellas, cual canción de Ismael Serrano, estaba ella al final de la barra. Sola. Mi anfitrión, Pepe, me llevaba de un sitio a otro con unas prisas insufribles con la buena intención de que su invitado disfrutara de todo. Así pasamos la noche conociendo gentes de todo tipo, pilotos, Dráculas, brujas, mecheros, etcétera. Lo típico de un carnaval. Ya amaneciendo fuimos a caer en un chiringuito frente al mar, allí donde nacía el espigón. Al fondo del espigón se veía un punto blanco delante del primer rayo de sol. Yo con el carajillo calentándome la garganta observé con detenimiento pues tenía la sospecha que el lector imagina. Cierto, era ella. Venía andando por el espigón con el vestido blanco entregado a la brisa y la melena rubia entregada al sol. Sola. Por la tarde llegué a la estación de tren con el ánimo de volver a mi origen y descansar. Saqué el billete y me dispuse a observar las gentes curiosas. Al montarme en el tren miré por la ventanilla y allí estaba. Sola.

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