Historias perversas
Somos narraciones. Somos historias y hacemos historias de todo. Cuando le contamos a otra persona algún hecho que nos acaba de ocurrir, adoptamos una estructura similar a la de un cuento. A nivel individual, cuando pensamos nuestras biografías, inconscientemente generamos una red de tramas y de fábulas, que reducen los innumerables acontecimientos, sentimientos y pensamientos que contienen nuestras vidas, a una serie de síntesis dramatizadas que responden a las características de las típicas narraciones.
Y a nivel colectivo, por ejemplo, imaginamos nuestros territorios, nuestras ciudades, nuestros países, como si fueran personajes con determinadas características, y los dotamos de una historia unitaria, cuando en realidad son enjambres inmensos de situaciones dispares, conjuntos inabarcables de movimientos y respiraciones. Además, solemos etiquetar a las personas que nos rodean, reduciéndolas a unas determinadas características y colocándolas en bandos opuestos, los buenos y los malos, simpáticos o antipáticos, amigos o enemigos. Y empatizamos con unos o despreciamos a otros, en la vida igual que en las narraciones.
También cada uno de nosotros somos personajes, máscaras con una serie de características que nos autoimponemos.
Y el abismo que se abre, más allá de nosotros mismos, hace frontera con el que arrastran del mismo modo, nuestros semejantes. Constantemente topamos con el misterio del otro. ¿Qué es el otro? ¿Qué le pasa? ¿Quién soy yo? ¿Qué me pasa? ¿Quiénes somos? ¿Qué nos pasa?
Nos contamos a nosotros mismos un relato aparentemente sólido y perenne al que llamamos identidad. Y conformamos un gigantesco escenario al que llamamos realidad. También queremos controlar y ordenar nuestro entorno y creamos ficciones como los mitos, la historia, la religión o la filosofía. Y por supuesto, la política y la ideología tienen un componente narrativo muy importante. Y el problema es que los mensajes que muy a menudo triunfan son historias que apelan a los sentimientos y que poco tienen que ver con las problemáticas reales (educación, sanidad...), se nos atrae a través de consignas viscerales de gran simplicidad, pero muy efectivas, como por ejemplo, a nivel nacional: “los extranjeros tienen la culpa”; o “España nos roba” o “Cataluña nos chantajea”, o “nuestros oponentes son unos corruptos”. Y a nivel internacional se imponen discursos totalmente sesgados del tipo: “tenemos que utilizar todos los medios militares a nuestro alcance para defendernos de los terroristas”, o “vamos a hacer de nuevo grande a América” o “necesitamos neutralizar a los nazis ucranianos”, mensajes que dan prestigio y popularidad en sus países respectivos a Netanyahu, a Trump y a Putin. El vértigo que nos provoca el carácter inaprensible de lo real hace que necesitemos condensar, estructurar y reelaborar lo que nos pasa y convertirlo en digerible papilla narrativa. Y muchos agentes económicos y políticos de escaso bagaje ético se aprovechan de ello. Por eso los que nos dedicamos a contar historias, y estamos familiarizados con las herramientas y los engranajes que se utilizan para construir fábulas, somos especialmente conscientes del uso perverso de los utensilios narrativos y tendemos a levantar nuestra voz, pronunciándonos públicamente contra todas estas manipulaciones.