Hijosdeputa III

20 jul 2020 / 16:38 H.
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Escribo mientras los políticos juegan a hacerse daño. Me gustaría tener la vida resuelta para no enfadarme tanto por saberme la pelota que patean de un lado a otro o, al menos, las agallas y el día de gloria de Michael Douglas. Vengo de decirle a un amigo que me da lo mismo ocho que ochenta, síntoma de que algo no marcha bien y de que el hartazgo y la desesperanza forjan el suelo en mi estómago. Es sencillo, supongo: la vida empuja y yo me encontraría de vicio en una isla del Pacífico con una de esas pulseras con las que te sirven cien mil daiquiris y no en esta suerte de vagón de metro a hora punta, en el que ni siquiera hay donde sentarse y leer un rato. Todos mienten, y aunque sé que unos más que otros, la sensación —cuando miro arriba, al poder— sigue siendo idéntica a la de mis veinte años, cuanto todo estaba por arder. En 1992 ya éramos una generación perdida. Luego, la burbuja inmobiliaria y los recortes. Ahora, esto. Temo que esa idea de arrojar nuestras cenizas al váter y tirar de la cadena, que mi padre esbozaba para echar unas risas, termine convirtiéndose en el símbolo de nuestra existencia. Y hoy no me vale cerrar los ojos para escuchar las olas. Hoy, que sueño otro.

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