Ese pájaro dorado

31 oct 2025 / 08:21 H.
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La paz es el camino, decía Mahatma Gandhi. Los escolares llenan de palomas de papel las vallas de los colegios y los parques. Las calles se inundan a veces con formas humanas construidas para que desde el cielo la fotografía resulte devastadora en el ejercicio de su compromiso. Aplaudimos al final de cada manifiesto y tomamos una y mil veces el nombre de Dios en vano. Todos los dioses menos el del dinero. La paz se sirve fresquita en los ágapes solidarios. Bailamos y cantamos en nombre de la paz. Sugerimos en la agradable conversación del vermú cómo debieran proceder los ciudadanos que viven bajo la opresión o el conflicto, como si participaran en alguno de esos juegos en que el inocente busca un objetivo con los ojos tapados y tiene que obedecer los gritos de una multitud que desde lejos le indica los pasos que le distan de la salvación. Agitamos banderas sin reparar en el dolor que infligen o en la oscuridad sobre las que levantaron sus identidades. Creemos en la paz. Nadie pondría su rúbrica contra esta palabra dulce sobre la que pesan tantas biografías derruidas.

Se defiende la paz con argumentos violentos. Se defiende la violencia con los argumentos de la paz. Pero la paz hace tiempo que no acude al silbido de los amos. Ellos creen mostrarla en los altares civiles donde se pervierten los significados. Exhiben acuerdos sobre pergaminos antiguos y zafiros. Pero ese pájaro dorado hace tiempo que no se fía de la especie humana y vuela lejos de los grandes poderes, al abrigo tal vez de lo único que nos queda de felicidad en la pequeña miseria donde todavía somos algo o alguien en nuestra coqueta intimidad civil.

Cuesta entender la escenografía de la peligrosa sumisión a la que sea han prestado los grandes mandatarios del planeta. La Historia reciente está salpicada de armisticios y acuerdos que se fundaron bajo el miedo a la amenaza de un mal mayor. Llamaron paz, por ejemplo, al Tratado de Munich que, en 1938, supuso la anexión por parte de Adolf Hitler de la rica región de los Sudetes, por la que Italia, Francia y Reino Unido satisfacían momentáneamente su pánico a la expansión territorial de Alemania. Hoy sabemos la consecuencia que tuvo aquel desliz geoestratégico. Cuesta también digerir la falta de inteligencia de quienes desde el activismo pacifista juegan también en esta delicadísima década al desdibujamiento de los significantes: la violencia es un fracaso de los objetivos de la justicia. Me explico. No hay pacifismo cuando hay que recurrir a la desobediencia civil para pedir a las autoridades que hagan lo posible por parar un genocidio. Volcar unas vallas es violencia y toda violencia supone un fracaso del proyecto pacifista. No hay nada que celebrar en la resistencia. La resistencia no se festeja. Resistir duele y no cabe fiesta posible en el dolor. Si para pedir que se respeten los Derechos Humanos es necesario cortar la circulación de una gran avenida es que el nivel de fracaso de nuestros grandes desafíos como sociedad está soportando umbrales preocupantes de tolerancia al mal.

No hay peor solivianto de la paz si en su nombre se extorsionan las soberanías para elevar el gasto militar. También cuando se encarcela, se señala y se persigue al adversario político, cuando se deshumanizan a las minorías, se hace escarnio de lo vulnerable, se miente, se insulta, se manipula, se utiliza el poder para arrestar de forma arbitraria, se legitima la tortura o el uso de armas de fuego, se quebrantan los saberes científicos y se impone el olvido de las víctimas inocentes que se acumulan bajo los escombros de toda barbarie perpetrada al servicio de un interés ajeno. O si ni siquiera podemos ya velar la confianza en quien ha de ofrecernos un diagnóstico para curarnos de tanto envenenamiento. De tanta borrachera de luz y de palmas. Y de malos juglares, desalmados burócratas y pacíficos sinvergüenzas que hoy se hacen selfies en la infértil pero aún sagrada singladura de Gandhi.

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