El último cuidado
En la penumbra de un hospital, cuando los relojes parecen haberse detenido y cada día se mide en el pulso tenue de la espera, se revela con nitidez lo esencial. El final de la vida no es un concepto abstracto: son fechas que se graban en nuestra memoria para siempre, gestos y conversaciones que sabemos últimas; besos, caricias y miradas de despedida. Son también cuidados que devuelven dignidad al cuerpo que se apaga, la ternura inesperada de quienes, sin conocernos, se convierten en familia.
La historia de Lola ilustra ese momento a la perfección. Fue madre, abuela, hermana, amiga, y en cada vínculo supo dejar una huella. Ingresó el 21 de julio en el Hospital Universitario Ciudad de Jaén. Era ya la cuarta línea de tratamiento contra el mieloma al que había hecho frente durante cuatro años y medio. Recibió el alta el 7 de agosto y volvió a ingresar apenas tres días después. Falleció un mes más tarde, el 10 de septiembre, en la planta séptima, Hematología. Tenía 81 años. Hasta entonces, cada tratamiento había prolongado su tiempo, le había permitido seguir caminando a diario, realizar las tareas cotidianas con una entereza que parecía desmentir la fragilidad de su cuerpo.
Al principio, la familia creyó que sería un ingreso breve: apenas cinco días para controlar los efectos secundarios, y después continuar con revisiones semanales. Pero la enfermedad se había extendido, y lo que se pensaba en días se transformó en semanas. La doctora lo explicó con serenidad, casi con dulzura: la enfermedad había avanzado demasiado. Y aun así, incluso en ese trance, hubo lugar para la esperanza.
La cercanía del trato lo cambió todo. Convirtió la amargura en un dolor más llevadero, en la aceptación de la muerte desde una perspectiva de acompañamiento. Pese al verano y al personal reducido, había siempre una presencia constante, una atención que no se interrumpía. Las mismas enfermeras y auxiliares volvían una y otra vez a la habitación, de día y de noche, tejiendo un vínculo hecho de gestos pequeños: acomodar una almohada, ajustar un gotero, preguntar sin prisa si hacía falta algo. No esperaban a que las llamaran; se acercaban, miraban a la madre y a sus hijos, ofrecían un cuidado que trascendía la obligación. Entre ellas, Sonia se convirtió en un consuelo diario.
Quienes han pasado por esa experiencia lo saben: el hospital deja de ser un lugar anónimo cuando nace esa relación de confianza. La habitación se convierte en un espacio compartido de humanidad y lo que queda es un recuerdo de gratitud que se aferra a las entrañas. La claridad y la franqueza en la comunicación, la certeza de no sentirse abandonados justo cuando todo lo demás parecía desmoronarse.
Hay muertes que llegan como un estruendo y otras que se acercan en silencio, con una dignidad que solo es posible gracias a esos cuidados. Lola se fue en paz porque no estuvo sola, porque en sus últimos días hubo alguien que veló por ella. Esa es la verdadera grandeza de la sanidad pública: no solo prolongar la vida cuando es posible, sino asegurar que el final sea un tránsito humano, sostenido por el respeto y la compasión.
Este artículo no es más que la tentativa de salvar del olvido un gesto de gratitud. Porque la gratitud también merece ser dicha en voz alta, como un contrapeso al desánimo y a la queja. Gracias a las enfermeras, a los médicos, a los auxiliares que, en la planta de
Hematología del Hospital de Jaén, cuidaron de Lola con la misma entrega con que podrían haber cuidado de cualquiera de nosotros. Gracias a Sonia, cuya serenidad y cercanía fueron un bálsamo en los días más difíciles. Gracias por mostrar que, incluso en el umbral de la muerte, no todo es sombra ni abandono. Y gracias, sobre todo, por recordarnos que en estos gestos sencillos, en esa forma de cuidar hasta el final, se resume la grandeza del ser humano.