El precio del abandono

    01 sep 2025 / 08:46 H.
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    Para escribir este artículo he escuchado a los vecinos de la Sierra de Segura, que ven cómo sus pueblos se apagan lentamente. Este año las llamas no nos han alcanzado, pero sabemos que la amenaza sigue latente: quizá mañana nuestros montes corran la misma suerte que tantos ya reducidos a cenizas.

    En agosto el humo asciende y se cuela en la garganta, en la ropa, en las paredes de nuestras casas. Desde lejos, un incendio es una franja naranja que se alza en el horizonte; de cerca, es el crujido de un bosque que se derrumba entre las llamas. El latido se acelera en un pueblo que hace las maletas a oscuras; una boca que grita al cielo la negligencia acumulada.

    No arden las ciudades. Se queman los montes y los pueblos pequeños desaparecen vestidos de ceniza. El incendio devora árboles, cultivos, ganados y la memoria de los que habitan esos lugares. Se lleva también el futuro, porque tras el fuego apenas queda quien regrese.

    Durante siglos, la vida en el campo ha sido la mejor prevención. Los pastores abrían sendas, el ganado mantenía a raya los pastos, las familias recogían leña, cuidaban fuentes, reparaban bancales. Hoy, muchas de esas prácticas se han prohibido en nombre de la conservación, y los montes se convierten en un polvorín. Antes había gestión cotidiana; hoy, abandono y maleza acumulada. Basta una chispa para que la sierra entera se derrumbe en pocas horas.

    Por poner un ejemplo que nos ayude a entender la dimensión de la tragedia: el Parque Natural de Cazorla, Segura y Las Villas tiene una extensión de 214.336 hectáreas, es el mayor espacio protegido de España y el segundo de Europa.

    Para hacerse una idea: este año se ha quemado en el país más del doble de esa superficie. Imaginemos qué sucedería si ardiera nuestra sierra con sus aldeas incluidas: el turismo de interior desaparecería, la actividad ganadera y agrícola se extinguiría, y el territorio quedaría convertido en un páramo desértico. Si eso llegara a suceder, no tendríamos medios ni capacidad suficiente para frenar el avance de las llamas.

    El error más grave es creer que los incendios son un problema local o de cada comunidad autónoma. No lo son. Son un desafío nacional que debería afrontarse con la misma seriedad con que se afronta la defensa, la sanidad o la educación. Porque en cada incendio desaparece mucho más que un paisaje: se extinguen pueblos enteros, se pierden cultivos y cosechas, se erosiona la soberanía alimentaria. Arde el monte, pero también arde la posibilidad de vivir en él.

    Invertimos millones en helicópteros y brigadas que casi siempre llegan cuando el daño ya está hecho, pero seguimos sin destinar recursos a quienes podrían prevenir: la gente que se queda en el territorio. Los ganaderos, guardianes de los montes, apenas logran sobrevivir. Si se apoyara su permanencia, si se estimulara la vida en los pueblos en lugar de dejarla languidecer, el fuego tendría mucho menos terreno donde avanzar.

    Hace falta también un cambio de mirada: deberían explorarse fórmulas, como un impuesto urbano, destinado a proteger el mundo rural. Porque cuando se quema una sierra, no solo pierden los que viven en ella: pierde toda la sociedad. Pierden las ciudades, que se quedan sin pulmón de oxígeno, y pierden también los que buscaban en esos montes un lugar para descansar, respirar y reencontrarse con la naturaleza.

    El precio de no prevenir no se mide en hectáreas, sino en pueblos que se extinguen y campos que quedan para siempre estériles. Esa factura no se paga en Bruselas ni en Madrid: se paga en cada aldea que el fuego deja vacía.

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