El peso de ser de aire

17 mar 2025 / 09:21 H.
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El aire persistente de estos días me ha recordado la sensibilidad de las nuevas generaciones que no todo el mundo comprende y se lanza a juzgar con demasiada frivolidad. Se les acusa de ser frágiles, de no ser capaces de soportar el “peso” que supone el día a día, de no resistir la dureza del mundo. Después de una serena meditación, he llegado al convencimiento de que son una “generación de aire”, pero ser de aire no significa ser débil, porque el aire puede derribar árboles gigantes, erosionar montañas de dura roca y alimentar fuegos que devoran paisajes.

Cuando yo era niña, el mundo parecía tener una lógica sencilla. O al menos, así nos lo hacían creer. Había que ser fuerte, aguantar sin quejarse, encajar las derrotas y seguir adelante. El llanto se escondía, la tristeza se pasaba sola o se agarraba al alma para siempre, y si alguien nos hería, nos decían que no le diéramos importancia. Crecimos con la idea de que la vida era una cuestión de resistencia, que solo sobrevivían los que aprendían a callar y a soportar. Los que aprendían a fingir que todo iba bien, aunque el dolor nos atravesara los huesos.

Ahora veo a las nuevas generaciones y escucho a quienes las llaman “frágiles”. Dicen que no aguantan nada, que se quejan por todo, que han convertido la ansiedad en su bandera. Hay quienes dicen que son de “cristal” con un tono condescendiente, como si ser emocionalmente consciente fuera un defecto y no un aprendizaje. Como si supiéramos más que ellos, cuando quizás sean ellos los que han entendido antes que nosotros lo que significa estar vivo.

Ser fuerte no es lo mismo que ser insensible. Y ser frágil no es lo mismo que ser débil. Durante demasiado tiempo nos enseñaron a ocultar el miedo, a tragarnos la angustia, a no molestar con nuestras emociones. Nos dijeron que llorar era un signo de flaqueza, que mostrar inseguridad nos haría vulnerables ante los demás, que las preocupaciones se llevaban por dentro y los problemas se resolvían en silencio, como si la vida fuera una cuestión de resistencia más que de plenitud.

Nos convertimos en mujeres que sabían resolverlo todo, en madres que no podían permitirse fallar, en trabajadoras que tragaban injusticias sin levantar la voz. Aprendimos a ser las que sostienen, las que calman, las que organizan, las que se adaptan, porque nos convencieron de que eso era lo correcto. Nos acostumbramos a vivir para los demás, a pedir poco, a ceder demasiado. Crecimos creyendo que el amor estaba ligado al sacrificio, que la maternidad era entrega absoluta, que la dignidad consistía en soportar lo que fuera necesario con la cabeza alta. Y ahora resulta que nuestras hijas no quieren eso. No quieren callar, no quieren aguantar por aguantar, no quieren una vida que solo se mide en sacrificios.

Han crecido con otras herramientas, con otras referencias, con otro lenguaje para hablar del malestar. No les basta con sobrevivir, quieren vivir bien; tampoco aceptan un trabajo que los explote y les robe su libertad. No aceptan un amor que duela, ni consideran que la salud mental sea un lujo. Han entendido que la vida consiste en buscar la manera de hacerla más bonita y agradable y están dispuestos a luchar para conseguirlo. Eso es algo que deberíamos mirar con respeto.

Es cierto que a veces los hemos sobreprotegido. Que el miedo a que sufran nos ha llevado a evitarles los golpes que nosotras recibimos sin anestesia. Pero también es cierto que han aprendido a defender su bienestar sin que eso suponga un abandono de sus responsabilidades. Se preocupan por su salud mental, piden respeto, cuestionan las normas que no entienden. Y eso, ¿es fragilidad o es madurez?

Nos cuesta aceptar que el mundo cambia y lo que antes se veía como virtud, hoy puede resultar un lastre. No entendemos que la fortaleza no consiste en soportar lo insoportable, sino en encontrar formas más justas y humanas de vivir. Quizás nuestras madres no tuvieron la opción de decir “esto me duele”, pero nosotras sí; ellas y ellos, los que vienen detrás, han decidido que no callarán cuando algo les haga daño.

No los llamemos frágiles, aprendamos de ellos. Dejemos que nos enseñen que la vida no es solo resistir, sino también saber cuándo es momento de parar, de pedir ayuda, de decir en voz alta: “Esto no lo quiero para mí”. Porque si algo nos ha hecho falta durante generaciones es precisamente eso: el valor de reconocer nuestra propia vulnerabilidad. Ser de aire significa adaptarse, fluir y resistir sin romperse; es una fortaleza distinta más flexible que la rigidez de quienes crecimos con la idea de que la vida es solo aguantar.

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