El belén sin figuritas

22 dic 2025 / 08:30 H.
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Este año he encontrado menos belenes en las calles y, en cambio, más luces, más música, más árboles recargados, más nomos y setas gigantes, más Papá-Noeles intentando colarse por las ventanas. Durante mucho tiempo eso me encantaba: diciembre era un mes para lanzarse a las calles y llenarse de espíritu festivo. Pero esta vez me ha sucedido algo distinto. Me he cansado. Me ha dado la impresión de que el decorado ha devorado el sentido.

Los escaparates laten como corazones eléctricos y la Navidad se representa sin pausa, como una serie en bucle. Todo brilla incluso cuando el pueblo duerme. Todo suena, aunque nadie escuche. Y, mientras tanto, algunas ventanas —las de verdad, las de los hogares— permanecen apagadas, con un silencio tan espeso que parece colgarse como una cortina. Quizá buscamos tanto ruido para no oír lo que el año nos deja en la garganta. Porque cuando todo se detiene, cuando el volumen baja, aparecen preguntas incómodas: ¿a quién hemos cuidado?, ¿qué hemos dado?, ¿a quién hemos dejado fuera?

En Jaén, el invierno no muerde como en otros lugares. Aquí el frío se lleva bien, casi parece cómplice. Pero sigue oliendo a aceite recién exprimido, y los olivares —quietos, firmes— se alzan como un ejército silencioso que vela por nosotros año tras año. Esa imagen me llevó a pensar en las figuras del belén. No solo como adorno, sino como símbolos. El Niño siempre aparece, sonrosado, limpio, perfecto, casi de anuncio. No es él quien falta. Lo que falta es lo que lo rodea, lo que da sentido a su presencia.

No hay pastores. Quizá porque cuidar hoy no está de moda. Cuidar es detenerse, prestar atención, regalar tiempo. Y eso va en contra de una sociedad que premia la prisa, la productividad y el “ya”. El pastor cuida sin pedir nada a cambio. Está presente. Y eso, ahora, cuesta. Tampoco hay posadero. Las puertas de hoy son automáticas: se abren solas cuando les interesa y se cierran igual de rápido ante lo que incomoda. Abrir de verdad una puerta —la de tu casa, la de tu atención, la de tu tiempo— requiere moverse, escuchar, decidir recibir. No es solo dejar pasar, es acoger. Y eso implica implicarse.

Y no hay Reyes Magos. Tal vez porque agacharse hoy se confunde con rendirse, y la humildad se ve como debilidad. Vivimos en una cultura que valora estar por encima, destacar, tener razón, brillar. Pero qué gesto más revolucionario es inclinarse ante lo pequeño: ofrecer sin esperar nada, reconocer el valor donde no hay medallas, dejar que lo frágil nos enseñe algo. Así que el Niño —el centro de la escena— se nos queda como una figura bonita pero muda. Lo rodeamos de luces como quien tapa una grieta con guirnaldas. Pero el mensaje —que no es fácil, ni cómodo, ni ornamental— se nos escapa. La Navidad no es solo estética. Es un umbral: ese momento en que el año se sienta a la mesa con nosotros y nos mira a los ojos. Es el instante en que toca elegir: ¿vamos a entrar, o nos quedamos mirando desde fuera?

Tal vez el problema no sea que faltan figuritas. Tal vez lo que falta es gente dispuesta a ocupar su lugar en la historia. A cuidar, a acoger, a inclinarse. Pero aún estamos a tiempo. A veces basta con un gesto mínimo: poner una silla más en la mesa, escribir ese mensaje que siempre postergamos, escuchar con intención real a quien tenemos al lado. Porque la espiritualidad, cuando es verdadera, no es niebla. Es gesto. Es carne. Es presencia. Y entonces sí: el nacimiento deja de ser postal... y se vuelve humano.

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