El aceite de oliva en Velázquez

    29 ene 2024 / 09:10 H.
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    Los árboles milenarios siempre evocan el retoñar de lo nuevo desde la propia hondura de sus raíces. Tal es el olivo, cuyo sentido alegórico cruza el Mare Nostrum reverenciado, junto al roble, como uno de los árboles totémicos de la antigua Hélade. Si a Poseidón le bastó un golpe de tridente para poner sobre la tierra un brioso corcel; la instantánea intuición de Atenea hizo brotar el primer olivo y de este el aceite. Fuente de luz, símbolo de la abundancia, remedio para las heridas, óleo de unción y alimento del pueblo. Tal es el sentido que da Velázquez al fruto del olivo en “Vieja friendo huevos”. Algunas obras de Velázquez son un modo de eternización. Se ha dicho que el tiempo tiene un concepto de regresión, pero también la experiencia suficiente para representar el pasado. Para San Agustín, el tiempo solo existía cuando no pensaba en él. En cuanto a Paul Valéry, seguramente lo recuerde mal, el tiempo se repite: la mer, la mer... Reiteración, quizás, que afirma la concepción abstracta de lo francés, pero también la pureza y sensualidad de la palabra sobre ese mar mediterráneo que el escritor evoca en las últimas imágenes de “El cementerio Marino”. Para Góngora, el mar es otra cosa. Viene a ser percibido como resbaladiza lisura de un espejo del pasado, que deja contemplar un presente sorpresivo y fugaz en el que Polifemo se observa de manera huidiza, tal y como vemos la cara de la modelo en el cristal azogado que figura en el desnudo “Venus del espejo”, eje de la novela de Emilio Lara de nombre homónimo. Como el Polifemo de Góngora, obra de mirada barroca y mítica. Sí, parecería que las mejores imágenes pintadas son las que, de algún modo, maridan con aquella mente colectiva rescatada por el aliento del barroco, fuera de aquel periodo en el que el desplazamiento de las horas se pactaba en el entorno de un poder ejercido por clérigos y banqueros.

    Tiempo dictado que, parafraseando al Borges de “La noche cíclica”, hubiesen sufrido los arduos alumnos de Pitágoras sobre los escombros de palacios que albergaron el germen que dicta el devenir de la sociedad positivista, situada en el lado opuesto del Caravaggio que pinta los pies desnudos de peregrinos arrodillados ante la “Madonna de Loreto”. Lienzo de 1604, conservado en la iglesia de San Agustín de Roma, cuya poética escora, entre otras cosas, cuanto de quietud había tenido la “maniera” de Rafael. Ciertamente, esta es una Virgen que se escapa del cuadro para dialogar con una pareja de campesinos con los pies mugrientos y dolidos de andar por tortuosos caminos buscándola a Ella y a su Hijo, cuya realización se produce casi tres lustros antes de que, en la Sevilla de 1618 y justo el año de su boda, un Velázquez con 19 años, pintase “Vieja friendo huevos”, hoy en la Galería Nacional de Escocia a donde llegó en 1955, adquirida a los herederos de Francis Cook. Obra, por lo demás, que puede remitirnos al Caravaggio más atento a los desheredados de aquel tiempo. Nacido 38 años antes que el sevillano, a quien Graham-Dixon, admirador de las dos generaciones de investigadores de archivos que han trabajado en Nápoles, Malta o Roma, considera más allá de mitos y leyendas. Que recuerde, nada dice el historiador de la menesterosidad compartida por las miradas de ambos pintores. Sin embargo, el nacido en Caravaggio, tiene algo del espíritu que advertimos en el Velázquez de los primeros años. El sevillano no es ajeno a la poética del italiano ni, en voz de su suegro, al verdadero alcance de la Contrarreforma, cuya posición es advertible tanto por los temas, cuanto por la terrosa paleta del jovencísimo Velázquez de Sevilla. “Caravaggio estuvo en el lado de lo que podríamos llamar la izquierda, que eran los que creían que se debía pintar a los pobres y pintar para ellos. Hizo un arte íntimo que recrea la imagen de los pobres. Pinta con tanto sentimiento que es difícil decir que es un hombre sin dios”, —ha afirmado Graham-Dixon, para quien “no se pueden pintar esas cosas si eres un hombre sin dios”—.

    Velázquez, desde la otra orilla, hace lo propio. En obras centrales del periodo sevillano, nos advierte de la pobreza que, a la sazón, habitó en la ciudad mediante una gama terrosa, tal y como acaece en esta soberbia obra. Dos personas, dos generaciones habitadas por la menesterosidad compartiendo una dieta acompañada por el aceite de oliva que vemos verdear rodeando las claras sobre las que, a modo de timbre y registro cromático, amarillean las yemas de dos huevos cocinándose en la cazuela de barro que figura sobre un anafre. Así, esta más que elocuente imagen de un tiempo de significativa pobreza, pero también, más que certera alegoría y símbolo del aceite de oliva como alimento de vida.

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