Dos perfectos desconocidos
No se acordaba del autor. Recurrió al libro de bachillerato. La proximidad del libro de texto excitó y actualizó la memoria: recordó el nombre del autor antes de abrirlo. “¡Ah! ¡claro!” Horas después trató de regresar a lo mismo. Pero, allá donde debían estar autor y obra, halló una mancha oscura, un velo negro, un maleficio ocultando el magno secreto. Él sabía quién era el autor, conocía sus obras. Desde luego. Pero, ¿cómo se llamaba? ¡Había hablado tantas veces del autor y su obra! Buscó de nuevo el viejo libro de Literatura. Inmediatamente, ahora sin tocarlo, recuperó el nombre. ¿Con que esas tenemos? Cogió un folio en blanco y repitió una y otra vez, autor y título de la obra. Hasta dieciocho folios, escritos por ambos lados. La conexión neuronal se restableció: cuando se interrogaba a sí mismo, la respuesta aparecía pronta y certera. Destruyó los dieciocho folios. Por precaución —manía de viejos— anotó el autor y la obra en otro folio. Un día encontró aquel último folio, lo leyó y lo arrojó enojado a la basura. ¿A qué viene —se dijo— poner Flaubert y Bobary? ¿Acaso se puede interesar nadie por dos perfectos desconocidos?