Desamparo

    04 abr 2022 / 16:35 H.
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    A pesar de la que está cayendo, es fácil que a finales de año Telefónica reúna a sus accionistas en algún palacio de congresos para informarles que ni la guerra ni los últimos coletazos de la pandemia han hecho mella en su curva de beneficios: una noticia que ipso facto correrá como la pólvora por los principales medios de comunicación estatales, para significar el buen trabajo de los directivos de la empresa y su inmensa visión productiva. Me parece bien, sin esas dosis de optimismo resulta complicado mantener la sensación de que, algún día, podremos convertirnos en un gran país. Lo que no considero correcto es callar el exiguo corazón que encierran esos réditos. Os cuento: desde el pasado 14 de marzo por la tarde las personas mayores de Santiago-Pontones que viven solas, con el único abrigo que ofrece el teléfono de asistencia, lo hacen sin esa protección vital, porque Telefónica, la multinacional con sede en tropecientos mil países, no encuentra un momento para subsanar la avería; también desde el pasado 14 de marzo por la tarde, las entidades bancarias de Santiago-Pontones, su ayuntamiento, su ambulatorio, su instituto, su colegio, sus farmacias, sus comercios, sus establecimientos de hostelería, su biblioteca... adolecen del servicio de internet y de línea fija por idéntico motivo (háganse cargo del “desacarreo”, por favor). Todo se halla al amparo del perdón, máxime cuando se trata de una excepcionalidad; no estamos en el caso, ya nos gustaría: esto mismo viene ocurriendo en dicho municipio sistemáticamente desde el principio de los tiempos. Supongo que se debe a que los dos mil y pico habitantes de Santiago-Pontones, fuera de las licitaciones de obra por las que todas las empresas se pegan tortas por conseguir cuando las sacan a concursos los distintos gobiernos, no resultamos rentables. Y supongo, también, que para corregir tales desmanes es para lo que están los políticos que desde Sevilla y Madrid se dan golpes en el pecho defendiendo a la España vacía. Pero el sistema tiene un fallo —y muy gordo, además—: las elecciones, en lugar de semanales, son cada cuatro años.

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