Defensa de la lectura
Hay turbaciones que de pronto paralizan la actividad que habíamos emprendido y colocan el tiempo en posición de aventura. La simple virtud de un músico callejero puede adquirir la misteriosa autoridad para detener nuestra marcha y retrasar la cita hacia la que nos encaminamos con prisa de querencia urbana. Ponemos ahí el oído como abríamos la boca ante la dosis de dulce elixir que la madre extraía de las vasijas para combatir las fiebres de la infancia. Y zarandeados por la humilde voluntad de aquellos arpegios, perseguimos en balde al roedor que de pronto se agita entre las cáscaras y los bailes del óxido de las edades muertas. Otras veces, el olor de las cocinas acaricia las médulas en un secreto poderoso que nos hace destapar los ajuares y las sartenes hasta dar con su origen. Y permanecemos allí, sostenidos en la libre mercancía de ese aire impregnado de un acento umbilical que nos confunde y a la vez deleita en el error de nuestras certidumbres. Existen ocasiones también en que acudimos a la luz equivocada y en cuya celda nos espera y seduce un reino de papel insospechado que levanta la lengua de sus malos vicios y aburridas recurrencias.
Así por ejemplo hace algunas ferias del libro se me vino a las manos el poeta Georg Trakl, rastreando entre un montón de bestsellers y manuales de autoayuda: “La casa silenciosa y las consejas que suenan del bosque, / medida y ley, y las sendas lunares de los marginados”. Y aquellos versos inclinaron la intuición poética que había conocido hasta el momento hacia las nieves del lenguaje. Otra vez, buscando una genealogía perdida para un compromiso al que me urgía complacer, tropecé con este poema de Manuel Lombardo: “En el centro de la inmóvil / carcajada sin labios, / ha puesto su trono el desastre. / También danzas ahora / sin música ni cuerpo: / Tales son tus saltos de alegría / que te pegas cabezazos / con el culo de los ángeles”. Y fue mi propia genealogía lírica la que se dio de bruces con la blanca escoriación que me habían enseñado hasta entonces los adalides de la literatura local y provincial. Ninguno de esos libros estaba a la vista en el trajín de las recomendaciones.
Sí: somos necesariamente lo que leemos. Uno de los graves deterioros que ha consolidado la cultura del individualismo es la falta de lectura. ¿Cómo explicaremos al porvenir que, siendo libres, renunciamos a rastrear en la dictadura de lo vigente? La grandeza del arte no se alimenta con el hambre que empuja la creación de nuestros narcisismos. La escritura es un diálogo con la memoria de quienes fueron adormecidos y sepultados con los lenguajes informativos gobernados por el poder. No hay subversión si no existe desobediencia de las estructuras cognitivas del lenguaje y, por desgracia, ese grito desesperado de Miguel Hernández que con su Hablo a los poetas encarecía a una estética que conmoviera al monstruo que se estaba engendrando en la convulsión civil de entonces, sigue encendido en la otredad del pensamiento que aún vive sepulto en el cajón silvestre de las ferias culturales. La lectura que necesitamos no se acomoda siquiera a la letra de sus legislaciones escolares, porque la conciencia del verdadero lector aprende a escrutar la verdad en el relato de lo real y su consigna es la investigación visionaria, la razón anticipatoria del ser que vendrá si no lo remediamos. La escritura es la gota final en la destilación de ese yo que se conjura en la verdad y la impostura de la vida.
Con toda seguridad, llevaremos el corazón a las preguntas más incómodas de tanta felicidad hipotecada. Pero esos libros que no están a la vista de todos nos esperan aún en los márgenes del tiempo. Saber encontrarlos es el primer mandamiento para resistir los argumentarios de la ignominia. Y el segundo renunciar al participio y moderar los saltos de alegría en medio del desastre.