Crisálidas

    10 abr 2020 / 16:16 H.
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    Un día cualquiera, al inicio de la primavera, mi abuelo me puso en las manos una caja de zapatos agujereada. No añadió una sola palabra. Aunque ahora soy capaz de vislumbrar un destello de su intención, en aquel momento no podía concebir que alguien ofreciera los engranajes del mundo acompañados de silencio. Y es que, en un momento u otro, a todos los niños terminan por meterles en una caja de cartón un trozo de universo: una constelación de huevos invisibles que enseguida rompen en un montón de larvas alienígenas. Aprenden entonces que hay que cambiar la morera cada día y ellos, que dejan de ser niños para convertirse en arquitectos de la vida, siguen con los ojos los senderos de luz que abren los gusanos por entre las hojas. Los ven crecer y mudar la piel y ensimismarse, justo antes de emprender el viaje astral: tejer el confinamiento en una crisálida hipnótica hecha de un kilómetro y medio de hilo de seda, donde pronto se desvanecerán como fantasmas que nunca fueron, que nunca estuvieron. Cada día, los niños se asoman preguntándose si siguen ahí encerrados, hasta que, al final, amanecen las mariposas. Yo no sé qué quiere decir todo esto, tal vez porque lo esencial no tiene sentido en palabras: para eso está el silencio. Eso sí que lo sabía mi abuelo.

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