Creencias vaticanas

25 abr 2025 / 08:54 H.
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Por suerte, todos tenemos que morir. Y no hay que asustarse. Al fin y al cabo es la muerte lo que le da sentido a la vida y a la lidia. Los ateos dicen que no creen en Dios porque no es demostrable que exista; y los creyentes, a lo mejor lo somos precisamente por eso, entendiendo que si se pudiese demostrar que existe no sería necesario creer. De cualquier forma, ateos o creyentes, agnósticos o indiferentes, sin que lo podamos evitar, antes o después a todos nos llegará el mismo final. Ya lo decía nuestro ilustre segureño, Jorge Manrique, a la muerte de su padre Don Rodrigo: “Las vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir. Allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir”. Nadie se escapa, ni siquiera los reyes o los papas. Y en esas estamos ahora, en la muerte de un papa. A los que lo hemos vivido otras veces se nos vienen pensamientos elevados y recuerdos imborrables. La extraordinaria liturgia de impresionante belleza, cargada de ritos de orígenes ancestrales, simbolismos heredados, ropajes de elaborados bordados, cánticos y corales, repicar de campanas, fumatas intrigantes, misterios respetados, ceremonias pomposas entre pinturas y estatuas de eterna belleza, convierte en inolvidable una escena que, por otro lado, refleja claramente que hay un antes y un después, pero que uno y otro tienen la misma razón de ser. Y ante ese panorama, inevitablemente se nos plantea o se nos aclara la duda o la necesidad de creer.

Vivimos un tiempo de enfriamiento emocional, perdiendo a veces hasta la capacidad de indignación. Lejos quedó el famoso “Indignez-vous! De Stéphane Hessel. Quizá sea que nos estamos acostumbrando a la impunidad de ciertos mandamases o de gobiernos que directamente incumplen las reglas de juego o que protegen a quienes las desprecian. Paradojas que, en cualquier otra época, habrían causado una indignación colectiva, hoy se muestran desde el poder como legítimas y defendibles estrategias. El resultado es la frustración general, pero sin más acción que el comentario en el bar o en las redes sociales. La resignación se instala, y con ella el descreimiento, que amenaza con convertirse en el eje de nuestras vidas. Andamos como el del anuncio que, cansado de que le tomen tanto el pelo, opta por “irse a la mutua”. Cada día son más los que te dicen que ya no ven ni las noticias. Pero hete aquí que muere un papa y todo se remueve. Algunos enseguida la emprenden con el empaquetamiento de siempre. Que si el papa era conservador o progresista. Como si aquí no se pudiera ser conservador en unas cosas y progresista en otras. O como si el progreso fuera siempre ir adonde diga la izquierda o la buena educación lo que diga la derecha. Un papa siempre será conservador de aquellos valores que siguen vigentes precisamente porque se han conservado durante dos mil años, y que no fueron inventados luego sino copiados —o mal copiados— por unos y por otros.

Lo que nadie duda es que Francisco era un hombre de firmes convicciones que creía de verdad en lo que era y hacía. Y hay más gente así en la iglesia y fuera de la iglesia. Y en los toros, por supuesto. Gente que se lo cree cuando torea. Da igual el tipo de toreo —que eso irá en función del toro— con el capote o con la muleta, con la izquierda o con la derecha. Creyente o ateo. Pero que se lo crea. Es la única manera de llegar al tendido, como ha llegado este venerable argentino.



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